Por mucho que a uno le digan que estamos en medio del sexto proceso de extinción masiva en la historia del planeta, es imposible comprender la magnitud de tal afirmación sin antes ser consciente de la importancia que tiene la biodiversidad en la vida humana. A fin de entenderlo, basta con recordar que, al margen de su valor intrínseco, juega un rol fundamental en la interdependencia de las especies, favoreciendo así a los equilibrios de los ecosistemas.

Desgraciadamente, según un estudio de la Universidad de Cambridge, un 23% de dichos hábitats naturales habrá desaparecido a finales de siglo. Las causas —sobreexplotación del medio natural, cambios en el uso del suelo, aumento en nuestros patrones de consumo, especies invasoras, …— todos las conocemos, pero, en lo que atañe a las consecuencias, nos encontramos ante el abismo de la incertidumbre; estamos delante de un escenario de pérdida de diversidad biológica totalmente desconocido para nosotros y para el planeta.

El oso polar, el Baobab, la mariposa arlequín y el lémur se desviven por adaptarse a un entorno tan cambiante como desfavorable. Del mismo modo que muchas otras especies, tratan de eludir el destino fatal que les espera. Ruegan tener un desenlace distinto al del lobo de Tasmania o el sapo dorado, pero los pronósticos no ayudan. Pobres de ellos, conviene no recordarles demasiado que son los grandes culpables de todo este desastre los que deben vestirse de superhéroes en tiempo récord para enmendarlo.

Ahora bien, buscar soluciones en un contexto así no es una tarea sencilla, nunca lo ha sido, pero tampoco se debe ignorar la existencia de alternativas. Desde pequeñas acciones llevadas a cabo por el consumidor hasta una apuesta firme por las energías renovables. O, como bien dice el Gobierno de España, la solución también podría pasar por “potenciar las sinergias positivas entre las políticas de conservación de la biodiversidad y las de mitigación y adaptación al cambio climático”. Todas ellas son propuestas válidas. 

Sin embargo, mientras el Protocolo de Kyoto continúe permitiendo la compraventa de derechos de emisiones y se mire hacia otro lado a la hora de sancionar con mayor dureza el greenwashing, entre muchas otras escandalosas prácticas y problemáticas, no cabe duda de que será difícil vislumbrar una transición ecológica eficaz y rápida.

El quid de la cuestión está en los grandes parlamentos, en los congresos supranacionales, con planes de desarrollo resilientes que se alejen de la hipocresía y la demagogia. Para conseguirlo, son indispensables dos ingredientes: consciencia y acción. La población está sensibilizada, puesto que la mayoría no quiere que España se desertifique o que el mar de Aral desaparezca. Por consiguiente, ahora solo falta alzar la voz; luchar para que la política deje de ser el instrumento con el que los oligarcas satisfacen sus pretensiones y mueven los hilos del mundo.

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