Si algo tiene por seguro nuestra generación es, por irónico que parezca, la falta de certezas. No sabemos dónde trabajaremos mañana (o si trabajaremos siquiera), dónde viviremos o si tendremos algún bien en propiedad; somos, como diría Bauman, una generación líquida. Por si fuera poco, a las razones históricas y culturales a las que debemos esta condición, se le suman las derivadas de la situación climática actual.

Llevamos en este planeta tan solo un cuarto de siglo y ya hemos sido testigos de la deforestación descontrolada del pulmón amazónico, el aumento de las temperaturas hasta límites históricos, la pérdida de tres cuartas partes del Ártico y, lo que es aún más alarmante, la falta de acción decisiva, unificada y radical por parte de quienes nos gobiernan.

El fácil acceso a la información, la búsqueda del pensamiento crítico, el desencanto con el incumplimiento de las promesas que supuestamente alcanzaríamos al seguir los pasos de nuestros padres, sumado a nuestras experiencias vitales, nos mantienen en un constante estado de alerta, en el que la crisis climática está muy presente, dando lugar incluso a la ya conocida como «ansiedad climática».

Desgraciadamente, el temor a lo que viene no es cosa de quimeras. Según ACNUR, cada año más de 20 millones de personas deben abandonar su hogar y trasladarse debido a los peligros causados por la creciente intensidad y frecuencia de eventos climáticos extremos. El sistema alimentario también está en juego. Como recoge el informe sobre el Estado del Clima Mundial de la OMM (2021), los efectos derivados de conflictos, eventos climáticos extremos y crisis económicas, empeorados por la pandemia de la COVID-19, han llevado a un aumento del hambre, poniendo fin a décadas de progreso en materia de seguridad alimentaria, y perjudicando especialmente a las personas -sobre todo mujeres- en situación de vulnerabilidad. Por no hablar de la flagrante pérdida de biodiversidad en las últimas décadas. Pero, ¿podemos cambiarlo?

Constituimos el punto de inflexión entre las generaciones pasadas, que han disfrutado de la abundancia y los beneficios de un sistema de producción y consumo puramente capitalistas, y las venideras, marcadas por el constante cambio en un escenario en el que se manifiestan estrepitosamente las consecuencias negativas de dichos sistemas. Aunque hay quienes no entienden por qué debe ser nuestra generación la que “pague el pato” de un modelo heredado y prefieran mirar para otro lado, también hay una buena parte de jóvenes comprometidos con frenar el ritmo de vida frenético al que estábamos abocados.

Movimientos como Fridays for Future, filosofías en auge como el veganismo o las innumerables iniciativas individuales y comunitarias con una fuerte presencia joven, evidencian el impacto de la juventud como motor de cambio.

Como cualquier líquido, podemos adaptarnos tomando diferentes formas según el contexto, llegar hasta las grietas más escondidas y agruparnos para formar masas difíciles de contener. Esta es nuestra gran herramienta. Tenemos la responsabilidad, pero también la oportunidad, de pararnos a pensar qué futuro queremos para el planeta y qué papel queremos jugar en él.

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