Esperanza tiene dieciocho años. Dice ser una chica de pueblo, sencilla e inquieta, que estudia para cumplir el sueño de su infancia: trabajar como médica y velar por la vida del mundo. Esperanza todavía vive con sus padres: una madre chapada a la antigua, aficionada a los corrillos, y un padre con el carpe diem por bandera.

Esperanza estudia Medicina desde el pasado mes de septiembre. No le falta de nada: sus padres le pagan la matrícula y la residencia. Pero es una chica comprometida con el mundo que la rodea, y eso hace que, a pesar de todo, esté preocupada.

Le preocupa que, año tras año, la temperatura vaya en aumento. Le preocupa que su pueblo pierda cada vez más cosechas por la sequía. Le preocupa que el cambio climático se lleve por delante los polos y los ecosistemas. Pero sus padres le recuerdan que tiene dieciocho años. Que piense en salir de fiesta y divertirse, que está en edad.

Pero la pobre Esperanza permanece en conflicto. ¿Cómo podrá velar por la vida desde el ejercicio de la Medicina si ni siquiera sabe qué será de esa vida de aquí a treinta años? ¿Y quién la amparará, si quien posee el poder moral y legal asegura que «no pasa nada»?

Hay muchas Esperanzas en el mundo. Muchos jóvenes, estudiantes o trabajadores, intranquilos por el devenir de su planeta, que ven cómo sus padres generacionales viven el presente sin demasiadas miras al futuro. Esos padres generacionales cuentan con la clase política como representantes.

El sistema trata de vender a las Esperanzas de todo el planeta que la clase adulta está «concienciada» con el cambio climático. Pero ¿de qué manera exactamente?

¿Dónde está la unanimidad necesaria para frenar el cambio climático? ¿En el Pacto Verde de la Unión Europea? ¿En la limitación de la energía nuclear promovida a principios de año? En ninguno de los dos. Y si bien uno salió adelante a trancas y barrancas, el otro es un proyecto estancado en la hipocresía de la clase política. Compromiso.

Mientras tanto, países como Rusia no planean sino aumentar la producción de combustibles fósiles de aquí a veinte años. Pero no es necesario tirar de planes macroeconómicos para entender que demasiadas palabras han caído en saco roto.

Cada mañana, a la entrada de las metrópolis, las autovías acogen millares de coches ocupados por una sola persona. Las grandes ciudades del mundo conviven con una nube de contaminación que no sabe nada de esa «concienciación». ¿No estaba ya todo hecho? ¿No había surtido efecto la acción activista, supuestamente derivada en mera palabrería?

Las Esperanzas alzarán la voz, y acabará demostrándose su razón, como ha ocurrido tantas veces en la historia: el progreso siempre vence. Pero abandonarlas a su suerte es una mala idea, pues esta vez no hay tiempo. Actuar ahora o vivir un futuro en el que no haya Esperanza.

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