Con sus siete colinas, sus calles empinadas, sus tranvías que sirven casi de ascensores para subirlas, Lisboa es una ciudad indescifrable. Cuando llegué a la capital portuguesa por primera (y única) vez, hace ya añares, llevaba bajo el brazo una nota recién publicada del español Julio Llamazares que hablaba de su fascinación por el British Bar, el más viejo de la ciudad. Estaba en el Cais do Sodré, un barrio sobre la ribera del Tajo, no lejos del centro. El pub tenía una particularidad: el reloj que colgaba detrás de la barra marcaba las horas hacia atrás, con las agujas del reloj moviéndose de manera contraria a la tradicional. Funcionaba perfecto: también los números estaban invertidos.

Para Llamazares, esa marcha del reloj en que el tiempo parecía retroceder era un emblema de esa ciudad siempre nostálgica de su viejo lustre imperial. En todo caso, pasé los días en ese bar con una copa de oporto en las cercanías y leyendo un libro de cuentos de Antonio Tabucchi (Pequeños equívocos sin importancia), con el tic tac silencioso de ese insólito mecanismo de fondo.

Por esas y otras combinaciones más bien casuales, la tengo a Lisboa como la ciudad más literaria del mundo. No tanto por su intensidad editorial o sus escritores contemporáneos –que son muchos, como lo prueba la presencia de la ciudad como invitada en la Feria del Libro–, sino más bien por los ecos de los que alguna vez habían andado por ahí.

El italiano Tabucchi, que por entonces vivía en la ciudad, colaboró para diseminar el aura legendaria de Lisboa. Más o menos por entonces publicó Sostiene Pereira (1994). La novela transcurría en la Lisboa de 1938, durante el comienzo de la dictadura de Salazar, y el protagonista, un timorato periodista interesado en la literatura, terminaba denunciando un crimen político que lo llevaba a descubrir en sí mismo un heroísmo dormido.

En la Lisboa de aquella visita (¿habrá cambiado?) la ciudad todavía parecía ediliciamente un calco de la de la novela descripta por Tabucchi. ¿Sería por la larga permanencia del régimen de Salazar en el poder, que, aunque hacía mucho no existía, había dejado la ciudad menos yendo hacia atrás que detenida en el tiempo? Era fácil convencerse de que en los recovecos y bares más añejos andaba todavía circulando la figura de Fernando Pessoa, el autor en el que se especializaba Tabucchi. Y si no él (así de convincente es a veces la literatura) la de algunos de sus heterónimos poetas. O la de Bernardo Soares, el empleado que firma Libro del desasosiego y que tan bien describía desde su ventana el pulso de la lluvia o los atardeceres

Por supuesto, también José Saramago ayudó a propagar esa idea. En Sostiene Pereira no aparece Pessoa, pero sí figura en El año de la muerte de Ricardo Reis uno de aquellos poetas inventados por el escritor de firmas múltiples.

Pessoa es, a su manera, un lugar común de Lisboa (como Borges lo es de Buenos Aires). Hay también otros fantasmas que no se pueden soslayar. Entre los poetas, Mario de Sã Carneiro, que murió joven, por mano propia, lejos de la ciudad, en París. O, ya del lado de los narradores, la figura del bastante anterior Eça de Queirós, que dejó una gran novela póstuma que se llama, justamente, La Capital.

Saramago es el escritor portugués más leído en el mundo. Hay, sin embargo, otro más iconoclasta: António Lobo Antunes asegura que nunca entendió cuál es la gracia de Pessoa. En sus sinuosas novelas –La muerte de Carlos Gardel, Esplendor de Portugal, entre tantas– los monólogos de sus personajes, con sus tristezas y mezquindades, forman una intensa red de vidas posibles. Lobo Antunes tenía la costumbre de escribir a mano –tal vez lo siga haciendo– en los mismos jardínes del hospital Miguel Bombarda donde había tenido su consulta como médico psiquiatra. No debe de ser el lugar más reconfortante de Lisboa, pero también ahí el tiempo debe parecer otra cosa.

 

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