La polémica desatada en torno a los dichos de un diputado libertario que cuestionó la obligatoriedad de la educación, de los que el gobierno de Javier Milei ya ha tomado distancia, representa una oportunidad para plantearnos qué se ha hecho y que se hará con un sector tan importante como delicado cuando se habla de pobreza: los niños, sus carencias y el ilegal trabajo al que muchos adultos los someten apremiados por sus propias y desbordadas necesidades.

La opinión personal del diputado Alberto Benegas Lynch (nieto) respecto de que muchos padres no podían enviar a sus hijos al colegio “porque los necesitan en el taller” trabajando con la familia fue rápidamente criticada por buena parte del arco político y la sociedad, que defendieron la clara necesidad de que los menores de edad concurran a la escuela y estudien para poder forjarse un futuro de calidad.

El debate, sin embargo, tendió a centrarse en lo que debe ocurrir, pero muy pocos de los críticos en cuyas manos pueden estar las soluciones se mostraron trabajando en propuestas concretas y realizables para intentar revertir el calamitoso estado de cosas en nuestro sistema educativo, donde, según un informe del Observatorio de Argentinos por la Educación, publicado el año último, el 46% de los alumnos de tercer grado no entienden lo que leen. El porcentaje sube al 61,5% entre los estudiantes del tercil de menor nivel socioeconómico, en tanto desciende al 26,3% entre los estudiantes del tercil de mayor nivel. Según el mismo estudio, en la Argentina, apenas algo más de 1 de cada 10 alumnos (14%) se ubica en el nivel de desempeño más alto en lectura, mientras que el promedio de la región es 2 de cada 10.

Preocuparse porque los chicos tengan el derecho de acceder a una educación obligatoria de calidad es encomiable, pero ese objetivo no pasará de ser una abstracción intelectual y quedará subsumido en los marcos de una discusión académica si no se actúa en consecuencia y de forma urgente. El debate que falta es qué herramientas estamos dispuestos a usar para intentar revertir la decadencia que viene sometiendo a tantos niños y adolescentes sin recursos de los más básicos.

Por otra parte, reducir el problema a la escolaridad nos desvía de otro flagelo vinculado directamente con la tan brutal como extendida pobreza en nuestro país: el trabajo infantil, que existe desde hace muchísimo tiempo y cuya erradicación no pareciera estar en el mismo nivel de preocupación en las agendas políticas. Según el último Informe sobre la Deuda Social de la Infancia de la Universidad Católica Argentina (UCA), crece de manera sostenida la cantidad de niños y adolescentes que trabajan en nuestro país, una actividad ilegal a la que se ven arrastradas muchas familias que no hallan una salida a sus gravísimos problemas de subsistencia.

Ese crecimiento, según la UCA, se aceleró como consecuencia de la pandemia. El estudio sostiene que el 14,8% de chicos y adolescentes hacen trabajo doméstico intensivo de forma habitual, como aseos, entre otras pesadas tareas del hogar que deberían estar reservadas para adultos; cuidado de hermanos menores –muchas veces en soledad mientras los adultos están fuera del hogar trabajando o buscando empleo–, o actividades económicas para contribuir con el escaso ingreso familiar.

Esos niños y jóvenes menores de edad no solo ven vulnerado su derecho a la educación: van perdiendo tramos vitales de su vida haciendo tareas que no les corresponden. Si incluso concurrieran a la escuela, esos quehaceres no solo les restarían tiempo de estudio, sino también de ocio y de disfrute de una de las etapas que más habrán de signar su carácter.

Numerosos estudios científicos han demostrado que para tener educación hay que desarrollar saludablemente el cerebro y que este se forma en el primer año de vida; que la estructuración del sistema nervioso central está determinada en los primeros dos años y que la falta de alimentación y de estimulación detiene el crecimiento cerebral y afecta seriamente la capacidad de aprendizaje. Si a esa condición de pobreza se le suman la no escolaridad y el trabajo a tan temprana edad, solo puede avizorarse un triste futuro para ellos.

Sin ninguna duda, los dichos del diputado Benegas Lynch han sido desafortunados. El trabajo infantil es ilegal, dañino y no debe auspiciarse. Los adultos deben asegurar el bienestar de los menores de edad. Hay que poner el foco en tratar de resolver las cuestiones que impiden que ello ocurra y crear mecanismos para que esta discusión pase de la retórica a la acción. Y en ese camino debemos comprometernos todos.

 

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