«Es la última gran insensatez que el ciclismo plantea a sus participantes». La frase no es de un cualquiera, sino de Jacques Goddet, director de la Paris – Roubaix y del Tour de Francia.

Se refería a la clásica de las clásicas, el infierno del norte, la prueba ciclista de un día más dura del calendario internacional. Es, obviamente, la Paris – Roubaix, que el domingo 7 de abril vuelve puntual a su cita con el calendario, con 259 kms de recorrido y con Mathieu van der Poel como gran favorito.

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La Manchester francesa

La carrera nació del ímpetu de dos empresarios textiles de Roubaix, la ciudad del norte de Francia, muy próxima a la frontera con Bélgica, que en su día fue conocida como la Manchester francesa por su enorme potencial como centro industrial textil.

Théodore Vienne y Mauricio Pérez (de ascendencia española) contribuyeron a la construcción del velódromo de la ciudad, que no tardó en convertirse en el epicentro de Roubaix cuando los domingos los trabajadores aprovechaban su tiempo de ocio para ver espectáculos deportivos.

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Uno de los tramos de la Paris Roubaix
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Vienne y Pérez dieron un paso más en 1896: convencieron al diario deportivo ‘Paris – Vélo’ de que organizase una carrera entre París y Roubaix, inicialmente concebida como entrenamiento para otra prueba que se disputaba por entonces, entre Burdeos y París, de 600 kms. El primer ganador de la Roubaix fue el alemán Joseph Fischer.

La ‘Pascale’

En 1896, en su primera edición, la carrera se disputó el 19 de abril, domingo de Resurrección. Y contó con un enemigo implacable e imprevisto, la Iglesia: en tan señalada fecha, los ciclistas no podrían acudir a misa, detalle que llevó a los responsables eclesiásticos poco menos a que a vetar la carrera.

No se llegó a tal extremo, entre otras cosas porque los organizadores dispusieron una misa justo antes de la salida, a las afueras de París.

La prueba sería conocida durante muchos años como la Pascale, por haberse disputado en plena Pascua, la carrera de Pascua.

Objetivo: vender periódicos

En 1901, la carrera pasó a ser organizada por el diario ‘L’Auto – Vélo’, fundado un año antes y competencia directa de Le Vélo (anteriormente llamado Paris – Vélo).

El nuevo diario, flamante organizador de la carrera, tenía como editor a Henri Desgrange, que en 1903 puso en marcha un maravilloso invento llamado Tour de Francia con el objetivo de vender periódicos y de hundir a la competencia. Logró ambos objetivos con creces.

Desgrange, que había sido ciclista, fue uno de los pioneros que se inscribió par participar en la primera edición de la Roubaix, aunque no llegó a tomar la salida. ‘L’Auto – Vélo’ pasaría después a llamarse simplemente ‘L’Auto’ y ya después de la Segunda Guerra Mundial, adoptó su nombre actual, ‘L’Équipe’.

El infierno del norte desde 1919

La carrera suele llamarse el ‘infierno del norte’: curiosamente, el nombre no procede de las duras condiciones de la prueba, especialmente complicadas en días de lluvia (como se prevé para este domingo, 7 de abril), sino de lo que se encontró el periodista Victor Breyer cuando fue a reconocer la zona en 1919, después de la Primera Guerra Mundial.

«Nos adentramos en pleno campo de batalla. No queda un solo árbol. Está todo arrasado. No queda un solo metro de terreno que no esté levantado. No se ve más que un cráter tras otro. ¡Esto es un infierno!».

Efectivamente, la zona norte de Francia sufrió más que ninguna otra del país las consecuencias de la guerra, con las batallas de Verdún, el Somme, Arras o Cambrai como grandes ejemplos.

No fue lo único que se perdió en la guerra. Octave Lapize y François Faber, ganadores de la prueba en años anteriores, fallecieron en el conflicto: Lapize era piloto de avión y cayó abatido por los alemanes.

La muerte de Faber tuvo tintes surrealistas: en plena trinchera, en el frente oeste, recibió un telegrama que le comunicaba el inminente nacimiento de su hija. Cometió la imprudencia de saltar de alegría en plena trinchera: un soldado enemigo lo vio y lo mató de un disparo.

¿Sin adoquines?

A mediados de los años sesenta, la Roubaix estuvo a punto de perder su gran seña de identidad: los alcaldes de la zona consideraban que era necesario asfaltar los tramos de adoquín, no solo para mejorar la circulación de sus habitantes, sino para amortiguar la imagen (negativa, según ellos) que la región ofrecía al resto del mundo, al contar con caminos de pavés, sin asfaltar. En 1965 ganó el belga Rik van Looy, que solo tuvo que recorrer 22 kms de adoquines, el diez por ciento del recorrido. 

Para intentar corregirlo, la organización retocó notablemente el recorrido en 1966, introduciendo nuevos tramos de pavés cerca de la llegada, aproximándose a Roubaix desde el este y prescindiendo del alto de Doullens

Y en 1968, la carrera atravesó por primera vez uno de sus tramos más legendarios, el bosque de Arenberg: lo hizo por recomendación de un veterano ciclista francés de origen polaco, Jean Stablinski. Había sido minero en una mina cercana a Walles Arenberg y su madre, unos metros por encima, atravesaba el bosque en bicicleta para ir a trabajar. Cuando Stablinski enseñó ese tramo a los organizadores, estos quedaron impresionados. “Le pedí que me encontrase un tramo de adoquines, no una pista llena de socavones”.  

Doble cinta en el manillar y menos aire en los neumáticos

Para afrontar la carrera, los ciclistas modifican ligeramente sus bicicletas: aunque nunca se han consolidado innovaciones como las suspensiones delanteras, es preceptivo correr con una presión de neumáticos más baja de lo habitual, para evitar el efecto rebote. Las ruedas también suelen ser un poco más anchas.

En el manillar se suele llevar una doble cinta, a modo de amortiguación, lo cual no impide que las manos de los corredores acaben despellejadas o con sangre, de tanto sufrir el impacto contra los adoquines.

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Una imagen de la Paris Roubaix de 1971
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Dos belgas en el Olimpo

Ganar una Roubaix ya permite a los corredores entrar a formar parte de la historia del ciclismo, pero dos corredores encabezan el palmarés con diferencia: los belgas Roger De Vlaeminck, y Tom Boonen comparten el récord de cuatro victorias.

De Vlaeminck, apodado ‘monsieur Paris-Roubaix’ y ‘el Gitano’ porque su familia se dedicaba a la venta ambulante, ganó la carrera en 1972, 1974, 1975 y 1977. Fue un gran especialista del ciclocross, habilidad que le permitía desenvolverse como pez en el agua en los adoquines. «Es como si supiera la ubicación exacta de cada adoquín», dijo de él Eddy Merckx.

Tom Boonen la ganó en 2005, 2008, 2009 y 2012, por lo que se dijo de él que era «el Roger De Vlaeminck de los tiempos modernos». Bélgica es el país que suma más triunfos, 162, a mucha diferencia de los 82 triunfos de corredores franceses.

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Una imagen de la Paris Roubaix de 2023
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Les Amis de Paris Roubaix

Es imposible entender la Roubaix sin los adoquines que pueblan la carrera, y que han tenido su propia historia de supervivencia. El asfaltado general de las carreteras ‘amenazó’ con acabar con el pavé, ya que en su día incluso los habitantes de la región eran partidarios del asfaltado para mejorar las comunicaciones. Pero en algunos tramos, la tradición perduró. En ese sentido, la labor de los voluntarios, agrupados bajo el nombre de Les Amis de Paris-Roubaix, es esencial.

Son los encargados de mantener los adoquines en buen estado durante todo el año para que puedan lucir el primer domingo de abril, cuando se suele disputar la Roubaix.

Un detalle que se hizo viral antes de la carrera tuvo que ver con la curiosa manera de desbrozar algunas zonas de adoquines, con unas cabras que ayudaron a limpiar las malas hierbas junto a la carretera.

El pavés del Infierno del Norte está declarado Patrimonio Cultural de la región de Hauts-de-France, aunque también son frecuentes los robos de adoquines (algunos pesan más de cinco kilos) durante el resto del año.

Adoquines y estrellas

Los sectores de adoquines se clasifican con estrellas en función de su dificultad, dureza y distancia: los tramos de cinco estrellas son los más exigentes.

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Uno de los tramos de la Paris Roubaix
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Destaca especialmente el bosque de Arenberg, uno de los grandes símbolos de la prueba, incluido en la Roubaix desde 1968. Está a unos 100 kms de meta, pero suele provocar la primera gran selección de corredores, por lo que se dice que en Arenberg nunca se gana la Roubaix, pero se puede perder.

El Carrefour de l’Arbre está a 15 kilómetros de meta, y es el último gran tramo de pavé, en el que puede empezar a definirse el vencedor.

La mística de las duchas

La mística de la carrera no acaba cuando los corredores cruzan la línea de meta: es tradición que todos los que logran acabar la prueba se duchen en las instalaciones del velódromo, que se mantienen prácticamente intactas desde su inauguración, con una cadena para volcar el agua sobre el cuerpo del ciclista (el año pasado, Van der Poel fue fotografiado en las duchas, aprovechando que el patrocinador de su equipo es un champú).

Es tradición, además, que el ganador de cada Paris – Roubaix inaugure una ducha con su nombre en una placa en el velódromo, de manera que las duchas de la Roubaix son prácticamente un museo de ciclismo.

Un premio de 15 kilos

Después de la ducha, llega otro momento icónico: el ganador levanta su trofeo, un enorme adoquín de 15 kilos de peso. Los aficionados pueden comprar una reproducción a menor escala en el bar del velódromo donde acaba la prueba.

Ningún español ha logrado llevarse el adoquín del ganador. Solo dos españoles han logrado subir al podio de la Paris – Roubaix, Miquel Poblet (segundo en 1958, tercero en 1960) y Juan Antonio Flecha, tercero en 2005 y 2010, y segundo en 2007.

«Es la carrera más hermosa del mundo»

«Esta carrera es una mierda. Trabajas como un animal, no tienes tiempo para mear, mojas tu culotte, te resbalas, te caes… ¿Que si volveré el próximo año? Pues claro, ¡es la carrera más hermosa del mundo!».

Las palabras del neerlandés Theo de Rooij, que posteriormente sería manager del Rabobank, definen a la perfección la idiosincrasia de una carrera única.

 

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