¿Qué hubiese pasado si Diego Maradona, en pleno estadio Azteca, se acercaba al árbitro tunecino Alí Bennaceur, le confesaba su picardía, y le pedía que anulase el gol con la mano que le acababa de convertir a Inglaterra? “La Mano de Dios es un símbolo de los eufemismos que empleamos para disfrazar conductas difíciles de defender desde un plano ético. Para un argentino, la regla violada no era más que un castigo que Inglaterra merecía, y por lo tanto, quedaba ampliamente justificada. Pero, ¿qué habría pasado si Diego hubiera sacado al árbitro del error? Podemos imaginar todo tipo de consecuencias. Que la Argentina más ultra no se lo habría perdonado nunca. Incluso, que Maradona sería menos ídolo de lo que es hoy. O, quizá, un acto de tal entidad hubiera contribuido a hacer un país mejor porque la fuerza simbólica de episodios tan potentes pueden llegar a modificar una sociedad. Lo digo tantos años después y considerándome cómplice de aquel célebre acontecimiento porque si no fui el primero, seguramente fui el segundo en llegar a abrazar a Maradona tras el gol”. Lo escribe Jorge Valdano en su libro ‘Los 11 poder del líder’. Una invitación para pensar.

El sálvese quien pueda enturbió al fútbol argentino y ofrece mil derivaciones. Viene de arrastre, claro, y varios episodios en la actual Copa de la Liga lo refriegan por la cara. Todos están advertidos: como el otro está dispuesto a hacer trampa, nada de quedar como un inocente. Una invitación a las pequeñas corrupciones, como simulaciones, adelantamientos, pedidos de tarjetas y quejas constantes que, si quedan impunes, el tiempo puede degradar en acciones escandalosas como escenarios de incentivación, sospecha de arreglo de partidos, la sombra de las apuestas y hasta el doping. “Cuando jugás en la calle la picardía es necesaria, pero de la picardía al engaño hay un pasito. Y cuando pasás al fútbol profesional tenés interiorizado esto de sacar ventaja de cualquier cosa, entonces engañar al árbitro es una opción. El futbolista se mueve en un marco, que no sólo permite y avala la deslealtad, sino que también la practica. El jugador es funcional a un sistema social y deportivo, y crece en ese contexto”, le cuenta a LA NACION el exfutbolista y comentarista televisivo Diego Latorre.

Las urgencias asfixian y las deslealtades aparecen. “Dentro del juego, el futbolista saca al argentino que lleva adentro, que vive de la viveza, de la ventaja. Esto se trata de ganar, entonces engrupir al árbitro te da más chances de hacer un gol y en ese momento no te importa tu colega, sólo te importa que tu picardía sea creíble”, agrega con cierta resignación Christian Bassedas, exfutbolista, entrenador y manager de Vélez. Una de las consecuencias de la presión por ganar es que pone a prueba el sentido de moral de los jugadores. Y aparecen las debilidades. “La picardía fue puesta en un pedestal que, en muchos casos, atenta contra los valores que supuestamente solemos pregonar. Simular o exagerar una falta sigue siendo algo piola, en el país en el que se suele transitar por la banquina, nos colamos o buscamos no respetar la fila, o se hace un culto en el arte de zafar de las obligaciones”, detalla el psicólogo Germán Diorio, especialista en deportes, consultado por LA NACION.

En algunos lugares, a los chicos alcanzapelotas les enseñan a esconder las pelotas. Muchos futbolistas fingen, simulan. A veces no le devuelven el balón al rival ni detienen el juego cuando hay un adversario caído. Se prepotean y hasta se salivan y se hieren con bajezas morales. Tienen pánico a perder. O peor: “Nada humilla más que perder por gil, que el rival te gane por más pillo”, aceptaba Roberto Perfumo con una sensibilidad tan especial. Para eso hay una máxima que blinda y da impunidad: “El fútbol es para los vivos”, aseguran. Qué desenfoque, qué ambiente tan toxico. “Ser ventajero es el peor de los pecados”, advierte y resume Gerardo Martino, con un desagrado que no esconde.

El diagnóstico está claro, pero casi nadie se anima a desafiar la decadencia. Un día se los dijo el Papa Francisco: “Queridos jugadores, quisiera recordarles especialmente que, con su modo de comportarse, tanto en el campo como fuera de él, en la vida, son un referente. Aunque no se den cuenta, para tantas personas que los miran con admiración, son un modelo, para bien o para mal. Sean, por tanto, conscientes de esto y den ejemplo de lealtad, respeto y altruismo”, les rogó el Sumo Pontífice, en agosto de 2013, en la Sala Clementina del Vaticano. Demasiados futbolistas no comprenden su dimensión. Y tampoco les importa.

En un fútbol más civilizado como el europeo (aunque conserva el hedor del racismo), la deslealtad tiene una condena social. “Somos la sociedad en la que crecemos, y eso no va a cambiar. En la Premier League se enojan, te señalan y te condenan. Ellos son permisivos hasta con el juego brusco, en la medida que no adviertan deslealtad, pero lo que acá se festeja allá es inaceptable”, cuenta para LA NACION Bassedas, que jugó en Newcastle entre 2000 y 2002. Por acá, la trampa se alienta y muchas veces se festeja. Por eso un acto de justicia genera tanta sorpresa. Como el día que Bielsa le ordenó a su equipo, Leeds, que se dejara hacer un gol por Aston Villa, en 2019, luego de una jugada polémica en la que sus dirigidos se habían puesto en ventaja. “El costo social que tiene la derrota en la Argentina hace que los jugadores se potencien. Ningún jugador quiere perder, salir a la calle es más difícil que en la mayoría de los países donde el fútbol es pasión”, precisamente ha analizado Marcelo Bielsa. Buen resumen.

Porque los futbolistas no son extraterrestres, provienen de una desarticulada sociedad. Una máxima muy extendida asegura que los jugadores son lo más sano del fútbol argentino. ¿Verdad? Los malos diagnósticos son el corazón de la enfermedad. Ricardo Caruso Lombardi aparece con su estilo directo: “¿Los futbolistas, los más sanos…? Sanata, sanata… Hay buenos y hay malos. Como en todos los ramos. A mí me traicionaron exjugadores, me traicionaron políticos y me traicionaron técnicos”. “¿Dentro del ambiente del fútbol alguien puro, puro, puro, puro? No existe. Y no sólo los jugadores: no creo que exista un entrenador puro ni un dirigente puro. Como en cualquier ambiente donde haya una lucha por poder, por dinero”, agrega el exdefensor Juan Manuel Herbella, siempre una invitación a reflexionar.

Probablemente el crecimiento del negocio futbolístico alentó las deslealtades. Entonces, vale ganar a cualquier precio. Y los medios contribuimos con esa histeria que eleva y condena lo efímero. Los jugadores arriban más jóvenes a Primera, más inmaduros, y también provienen de un escenario socio-cultural cada vez más empobrecido. En definitiva, con menos herramientas para resistir un oleaje embravecido. “Es más fácil cuestionar al árbitro cuando cobra en nuestra contra, que conocer el reglamento, por ejemplo. Siempre hay un enemigo a quien echarle la culpa, y cada vez hay menos tiempo para el aprendizaje o la autocrítica. Se le pide al futbolista que sea ejemplo y reflejo, pero no nos preocupamos por prepararlo seriamente. Entonces, nos reímos del “very dificul” de Tevez, pero no le exigimos de la misma manera a un político que da pena dando un discurso en inglés en un foro internacional. ¿Por qué somos así? Porque la sociedad toda tiene sus valores mezclados y subvertidos. Y el fútbol no es la excepción a la regla”, completa Germán Diorio.

“En la Argentina el contexto es muy potente y uno, lentamente, quieras o no, trata de engañar, de sacar ventajas, ya que acá es saludado el técnico y el jugador que viven de la viveza, y no aquel que insiste con defender el juego. Ese tipo sólo puede sostener sus ideales con resultados permanentes, de lo contrario será señalado como un ingenuo”, desarrolla Latorre. Las deslealtades se instalaron como una herramienta que habilita a la victoria. Casi nadie las condena; muchos las consideran un valor. Y ya no alcanza con cometerlas, sino que además hay que exhibirlas. La ostentación del hundimiento.

 

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