Es cierto que nadie odia a las plantas, pero algunas presumen la gloria, como el laurel, o padecen un estigma, como la cicuta. De las rosas se dice que hieren con sus espinas. Las rosas no tienen espinas. Los rosales las tienen. Tal vez si no nos apegáramos tanto, saldríamos menos lastimados.

Nos embriagamos por culpa de la vid; las margaritas suenan a inocencia; el césped del vecino siempre es más verde, y los manzanos nos tentaron con lo prohibido. Vendría a ser algo así como “hazte fama y échate a vegetar”. En fin, dentro del variado espectro simbólico que las plantas han cosechado, hay una que todos conocemos, que todos hemos visto alguna vez, y que todos, casi sin excepción, hemos ignorado. En la Argentina la llamamos lengua de suegra, y digo esto con perdón de las suegras, que las hay adorables. Su nombre científico es Dracaena trifasciata; hasta 2017, el género era Sansevieria, que ahora se considera sinónimo de Dracaena. Pertenece a la familia de las asparagáceas (Asparagaceae), o sea que tiene primos como el lazo de amor, el palo de agua, la yuca, el agave y, vaya, también los espárragos (asparagus, en latín), aunque estos vínculos son tan enmarañados que parecen inspirados en alguna oscura tragedia griega.

Sus pocas hojas largas, carnosas y quietas, cuyo verde opaco nos hace apartar la vista, pese al jaspeado amarillento y un ribete apenas visible, están por todos lados, hasta en el célebre American Gothic, del pintor estadounidense Grant Wood. Le tocó en suerte una austeridad que le permite vivir casi sin luz ni agua, y por eso la encontramos en bufetes, consultorios y despachos; en los rincones sombríos de gabinetes que dan al pulmón de manzana, y a la salida de los ascensores, tierra de nadie donde habita callada y huérfana. Allí donde todas las demás plantas se marchitarán, su esbelto pero mortecino perfil, que en Brasil le ha ganado el nombre de espada de San Jorge, permanece inmutable, durante años o décadas, en un rictus vegetal que a más de uno le hace pensar si no será de plástico.

Pero no, la Dracaena trifasciata, es decir la lengua de suegra, lengua de tigre o espada de San Jorge, es depositaria de una ingeniosa adaptación que la naturaleza ensayó para enfrentar sequías espantosas. Se llama metabolismo ácido de las crasuláceas y, dicho sin complicarnos, quiere decir que la absorción y la fijación del dióxido de carbono, que en la mayoría de las plantas ocurre durante el día, en la lengua de suegra, así como en los kalanchoes, el árbol de jade, el arbusto elefante y los ananás, son dos procesos separados. Es decir, la absorción del dióxido de carbono ocurre durante la noche, cuando la evaporación es menor, se almacena este gas indispensable como ácido málico, y al día siguiente se lo entrega al metabolismo celular para que produzca los almidones y demás. Las hojas carnosas y anchas contribuyen a su legendaria capacidad para vivir sin luz. Por eso la vemos mucho en las oficinas, bajo helados tubos fluorescentes, olvidada por todos, aunque en ocasiones un alma caritativa ha dejado en la maceta un cartelito que solicita “no regar”. Suena raro, ya lo sé, pero esta planta es capaz de sobrevivir a todo, menos al exceso de agua.

Tétrica en su rigidez, por momentos siniestra y hasta lúgubre, la lengua de suegra siempre me inspiró recelo y pena, ambas cosas a la vez. Me daba la impresión de ser algo que jamás florece, víctima de una maldición más antigua que la humanidad, y, personalmente, no me fío de lo que no florece.

Patrañas. El párrafo anterior solo ventila impúdicamente un feo prejuicio mío. Lo descubrí anteayer, perplejo, cuando vi las fotos que publicó @vivigx de una lengua de suegra delicadamente florecida, con hojas espléndidas a la luz del día. Sigo a Viviana Giqueaux, que vive en Resistencia, por su preciosa cuenta de Instagram, generosa en flores, aves e insectos que no conozco. Me dijo ayer que ella tampoco había visto nunca una lengua de suegra en flor. Pues bien, ahora que la hemos visto así, ya no podremos mirarla como antes. Por eso hay que confrontar nuestros prejuicios. ¿Cómo? El conocimiento es un buen camino, porque todo en el mundo guarda secretos y portentos.

 

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