En el estrecho de Gibraltar, donde casi se tocan los continentes europeo y africano, se cruzan múltiples narrativas. Todavía existen dudas sobre el momento exacto en que nuestros antepasados prehistóricos salvaron este obstáculo en su imparable avance hacia el norte, pero se sabe que la península ibérica fue uno de los últimos refugios de los neandertales. Los fenicios reconocerían tiempo después el carácter místico del paso, y las culturas de la Antigüedad clásica no dudaron en ver en el Peñón la materialización de la leyenda de Hércules.

Desde el punto de vista geológico, el Estrecho es testigo de una colisión tectónica que convirtió el Mediterráneo en un lago cerrado hasta que el océano Atlántico se abrió paso y creó un mar de características sin parangón. Pero la narración que proponemos en este número se construye con seres vivos.

Bajo la superficie, el Estrecho y sus aguas vecinas son un hervidero de biodiversidad. Siete especies de cetáceos se avistan regularmente en estas aguas. Ballenas y delfines encuentran aquí su paraíso. Atunes y otras especies de valor comercial han sido el sustento de las comunidades asentadas en los litorales durante milenios.

Y, sin embargo, el Estrecho es un lugar de colosales embotellamientos. Esta secuencia captada en 2019 por el satélite de la ESA Sentinel-1 inmortaliza el rastro dejado por los buques en una sola jornada. ¿Cómo sale adelante la vida marina en un contexto tan sombrío y bajo tanta presión? En la novela Parque Jurásico el escritor Michael Crichton pone en boca del científico Ian Malcolm la frase que quizá mejor explique la incansable capacidad de regeneración de la naturaleza: «La vida siempre encuentra un camino».

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