Había una vez un boliche llamado Bunker. Quedaba en la calle Anchorena y todos decían que allí iban “los chicos más lindos de Buenos Aires”. Quienes lo frecuentaban hicieron crecer un rumor que adquirió estatus de leyenda urbana: en un sector de la disco había una especie de túnel o pasadizo –no se tiene certeza topográfica– en donde pasaban cosas, una dimensión acolchonada de caricias de todo calibre. “El túnel era un lugar para entrar con coraje y alcohol y aunque, en una evidente paradoja, la regla del lugar era que no tenía reglas, me animaría a decir que la única regla implícita de todos los que entraban era la desmemoria: a la salida si te he visto (u olido o tocado o chupado) no me acuerdo”. Así lo recuerda y lo cuenta el escritor y periodista Nicolás Artusi en Busco similar, su primera novela, que narra la iniciación al mundo de la adultez durante la última década analógica: los 90.

Es la primera vez en años que Artusi no tiene que ir a trabajar a un lugar fijo. Hace muy poco renunció a dos laburos (el último hace menos de un mes) que sostenía estoicamente, pero que ya no lo hacían feliz en varios sentidos.

Quizá por eso se lo ve llegar tan relajado a la entrevista, en un café de Gorriti y Mario Bravo. Lleva gorra y libro nuevo bajo el brazo; elige una mesa en la vereda. “Saqué el OFF del auto porque tenía miedo de que lo fuercen solo para robarme el repelente”, se ríe, y pide un café doble expresso. Parece tener siempre una mirada positiva de la vida. “Salud y buen humor” es su lema, y lo dice tan entusiasmado que no suena a frase hecha.

La era previa al flat white

Con una carrera de treinta años en el periodismo, Artusi se pasó los últimos quince enfocado en un nicho que pocos vieron venir: el mundo del café. No todos lo recuerdan, pero hubo una época en la que los flat whites y lattes dobles a 3500 pesos no existían. Hasta que desembarcaron los cafés de especialidad –con sus avocado toasts y la parafernalia de muffins, galletas y granolas–, la norma era beber un líquido negro con sabor a petróleo saudí, el eterno café quemado de todos los días.

Artusi investigó ese mundo y se convirtió en un auténtico “sommelier de café” (con ese nombre tiene un site y aparece en Instagram, con más de 126.000 seguidores). A su ritmo, este hombre ha probado todo café de especialidad porteño que se precie de serlo.

Pero su nuevo libro no va por el lado del café. Es una novela que narra una amistad de película, en la que aparece el personaje de Javier. ¿Quién es él? La mezcla imprecisa entre un actor de telenovelas del pasado, un noble vencido de zona Oeste y el glamoroso Sancho Panza de los famosos de turno; un hombre que saluda diciendo “Vida mía”, a lo Ana María Campoy, e inventa cenas imaginarias (¿o no?) con Enrique Pinti, el gordo Bergara Leumann, Luis Sandrini y Enrique Santos Discépolo.

En el medio de esa relación entre el protagonista y Javier, la novela revive los códigos de la noche noventosa y el levante entre hombres antes de la llegada del smartphone (a lo sumo recién empezaban a aparecer los “ladrillos” de Movicom).

Es una novela sobre la amistad, pero era central que transcurriera en los 90. Fue la última década antes de la invasión de lo digital. De hecho los teléfonos celulares aparecen en la trama como una novedad, como una “cosa”, pero no había redes sociales ni el flujo de control que existe hoy, con lo cual era muy difícil comprobar si una persona era quien realmente decía ser.

–¿Quizá por eso es tan enigmático el personaje de Javier?

–Yo digo que el personaje de Javier es un “talentoso Señor Ripley” del conurbano. La semana pasada se estrenó en Netflix una nueva versión de Ripley y es una de mis novelas favoritas. El otro día escuchaba decir a alguien que la historia de Ripley, que transcurre en la década del 60, no se puede actualizar porque hoy con un teléfono celular descubrís en un minuto que Ripley no es quien dice ser. Con Javier pasa algo parecido: si la trama no pasaba en los 90 muchos de los misterios sobre el personaje se hubieran develado en las diez primeras páginas.

–¿Javier es un maestro o un farsante?

–Todo maestro es un poco farsante también, ¿no? Y ahí es cuando yo lo comparo con el talentoso señor Ripley. Es un tipo que evidentemente tiene muchos talentos y que está un poco flojo de honestidades en pos de conseguir sus objetivos, pero no hay ninguna prueba en su contra…

–Dijiste que es una novela en la que “no hay ninguna pulsión erótica”. ¿Por qué?

–Te diría que es una novela de iniciación en “las artes de la adultez”, que no es necesariamente una iniciación sexual. Tenía que ser una historia entre varones porque me interesaba que fuese así: el iniciador y el iniciado. El protagonista –el iniciado– va por primera vez a comer a Edelweiss con Javier y conoce a los que eran los famosos de esa época; así se introduce en una suerte de “ciudad secreta”, pero a la vista de todos.

–Es un relato de época, pero no parece haber ninguna vocación nostálgica de tu parte.

–Para nada. De ninguna manera quería transmitir la idea de que todo tiempo pasado fue mejor o que “los pibes de hoy están en cualquiera”. Tenía un objetivo más simple que era el rescate de una época cercana pero muy lejana en hábitos y costumbres, en la que yo –quizá como Javier– también sería como una suerte de iniciador o conductor que le cuenta a los jóvenes cómo era todo antes de ayer.

Buenos Aires, ciudad oculta

Uno de los aspectos más logrados de la novela de Artusi es que logra iluminar, con sutileza y precisión de cirujano, los lugares subterráneos (calles, boliches, baños, estaciones de tren) en donde transcurría el levante gay de los 90 en la ciudad. Con vocación semiantropológica, el autor cuenta lo que pasaba en la avenida Santa Fe cuando caía el sol: por mano izquierda, una calle cualquiera; por mano derecha, un mundo de códigos en el que convivían tarjeteros de boliches, curiosos y almas solas “buscando similar”.

“En ese tiempo había un contacto con lo físico, con lo tangible. Me acuerdo de la disquería Tower Records, que estaba abierta todos los días hasta la una de la mañana. Nuestra rutina, después de la sobremesa, era juntarnos ahí: ir físicamente a un lugar, conocer gente, tocar los discos, tocar las revistas”, evoca Artusi.

–¿La idea de la “ciudad secreta” también era algo propio de los 90, al menos en Buenos Aires?

–Sí, eso también era muy de esa época. Pensar cómo una avenida como Santa Fe tenía una configuración diurna y otra configuración nocturna totalmente distinta. Si ibas por la mano derecha y afilabas la vista veías cómo se desplegaban un montón de personajes, como en una película. Si prestabas atención, sabías lo que pasaba en los baños de las estaciones de tren y del McDonald’s. Por ejemplo, la calle Marcelo T. de Alvear, volviendo desde el centro hacia Recoleta, era un lugar mucho más sórdido que Santa Fe, porque ahí paraban los taxiboys.

–¿La expresión “busco similar” era uno de los códigos de esa ciudad oculta?

–Sí, como también lo eran expresiones del estilo “solo para entendidos” o “lugar para entendidos”, que se usaban en lugares netamente gays. La idea de ser un “entendido” es muy linda: es uno que “entiende de qué va”, que “maneja el código”, que “sabe”.

–Esos sitios imprecisos, un poco camaleónicos, comparten bastante la definición que daba Marc Augé sobre los “no lugares”.

–Los “no lugares” son sitios de paso en donde uno no establece un sentido de pertenencia, sino un vínculo estrictamente funcional: el aeropuerto, la estación de servicio, el lava-autos. En el caso de los puntos de referencia que cito en la novela (Santa Fe, las estaciones de tren, los baños), la gente tampoco paraba ahí. Pero sí había sitios en donde uno se asentaba: la disquería, el boliche, las confiterías. Hay una definición que uso mucho para las cafeterías y es la del “tercer lugar”, una expresión que se acuñó durante la década del 90 en los Estados Unidos. Son lugares –el café, la peluquería, el gimnasio– en donde uno “hace nido”, pero que están por fuera de la rutina del hogar y del trabajo. En los 90 convivía mucho la idea del “no lugar” con la del “tercer lugar”.

A lo largo de la novela están mechados los avisos que se publicaban en las revistas de la época, desde la Sex Humor hasta Eroticón o Segunda Mano, y en el rubro de “contactos personales” de Clarín.

Es divertido leer esos mensajes porque tienen un toque naíf si se los mira con el lente de hoy. “Cuando todo parece tan mandatado por la urgencia y la inmediatez, parece inverosímil pensar que vos esperabas hasta seis meses la respuesta a un anuncio que publicabas, que tenías que abrirte una casilla en el Correo Argentino”, recuerda el escritor.

–Es insólito pensar que esos avisos eran el Tinder de ahora, en versión analógica.

–Sí, pero lo curioso también es pensar que en esa época los avisos tenían un componente de credibilidad, la credibilidad de la palabra impresa. No solo el mensaje “salía en el diario”, sino que demandaba cierta habilidad de quien lo escribía para venderse y promoverse; en cierta forma era un desafío intelectual que la selfie no exige. Yo no tengo redes o aplicaciones de levante pero sé que hay mucho fake, de gente que adopta las personalidades de otra persona y copia toda su carpeta de fotos. Pero bueno, es inevitable que cuando llega el momento del encuentro se devele la mentira.

–¿Era difícil ser gay en los 90?

–Los 90 fueron contradictorios porque, si bien no se avanzó en nada en materia de conquistas de derechos sociales, sí pasó que se derogaron los edictos policiales, que te llevaban preso por “averiguación de antecedentes”. De esa época gente de mi edad todavía tiene el hábito de “salir con documento”. También se le otorgó personería jurídica a la Comunidad Homosexual Argentina (CHA). Y eso fue durante el gobierno de Menem, algo que Alfonsín no había querido hacer. Entonces era más difícil en un aspecto y mucho más fácil y contenedor en otro, porque había un grupo que te cobijaba.

–¿Es la idea de tribu?

–Es la idea de código, de grupo, de comunidad, el gueto que daba contención a los pares. Es lo que extraña la gente de generaciones anteriores a la mía. Hoy está todo diluido. Fijate que en Buenos Aires no hay un barrio gay. Por un lado, la vida gay está completamente incorporada a la comunidad. Y eso es bueno, pero por otro lado podés decir que es malo para quien necesita un círculo de pertenencia o un lugar para sentirse completamente seguro.

–¿Sentís que actualmente hay un clima de época similar al de los 90?

–Yo empecé a escribir este libro durante la pandemia. De ninguna manera me siento un visionario, pero la verdad es que hace cuatro años los 90 no estaban tan explotados ni revisitados como ahora. Hay una especie de clima de época de celebrar los 90 y se nota en las series más consumidas del momento: la de Guillermo Coppola, la de la muerte de Carlos Menem Junior, la biopic de Menem. Está presente también una idea que se repetía mucho en los 90, que es la de “entrar al mundo”, como si nosotros no estuviéramos “en el mundo”, como si fuéramos una raza aparte. Es el eterno complejo de la periferia o de la lejanía que tenemos. Y así aparecen también los pibes que sueñan con comprarse la Lambo (Lamborghini), que te dicen que te levantes a las cinco de la mañana a hacer burpees y que te vayas a vivir a Dubai. Son muchos valores que se comparten con los 90. Veremos cómo concluye esta experiencia.

 

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