SAN SALVADOR.- A lo que el gobierno salvadoreño hizo respecto de las pandillas se lo da a conocer hoy como un modelo, un manual; en realidad, esa es una simplificación a través de la cual se da a entender que un partido político, movimiento o administración latinoamericana están dispuestos a enfrentarse a la delincuencia con un énfasis mayor en la fuerza y la represión y soslayando las garantías elementales y derechos humanos de la población que se pueda ver afectada. Al fondo de ese concepto encontramos la vieja pregunta de si el fin justifica los medios, de si hay una frontera reconocible entre el pragmatismo y el cinismo, de si en la defensa del Estado es prudente perjudicar a la república.

Pocas veces se llega a ese debate, ya que el discurso político acerca de la guerra contra la delincuencia y de que esta sea “sin cuartel y sin dejar prisioneros” goza de una peculiaridad: quienes lo adversan lo hacen desde el racionamiento y quienes lo aplauden se mueven en lo emocional, así que es imposible enfrentar a unos con otros en un debate, porque solo un necio enfrenta razones con emociones. Así, el emisor de ese discurso rara vez tiene que explicarse a menos que el diseño de su agenda sea tan desprolijo como para ponerlo a compartir mesa con periodistas independientes, con políticos que no le son obedientes o con representantes de la sociedad organizada.

Una democracia saludable no bastaría para impedir que se recurra a la suspensión de garantías constitucionales, tampoco evitaría que, en el fragor del enfrentamiento con el crimen organizado, el narcotráfico, la pandilla o cualquier otra organización subversiva, las fuerzas del orden sufran una degeneración de su rol orgánico y se pierdan en una espiral de violaciones a los derechos humanos. Pero si las instituciones funcionan, entonces la democracia es tan robusta como para llevar a una discusión autónoma y libre la conveniencia de que la excepción sea renovada y por cuánto tiempo así como para investigar, procesar y hacer justicia a las eventuales víctimas de los abusos de autoridad.

¿Y la economía qué tiene que ver? Además de lo obvio, que es el financiamiento de una operación de esa índole sin endeudar más al Estado, el único modo en que un gobierno profundice en ese camino reaccionario sin lesionar otros intereses nacionales es garantizando a los inversionistas extranjeros que la tábula rasa de los derechos constitucionales será por un tiempo prudente y sin afectar el resto del ordenamiento jurídico en lo que a esos sectores respecta.

Así pues, la famosa medicina de militarización de la seguridad, manodurismo al extremo y desmantelamiento jurídico no fue inventada en El Salvador, sino que forma parte de una larga tradición de pragmatismo en la que han abrevado algunos de los peores regímenes de la edad contemporánea, y sus resultados pueden ser mejores en aquellas repúblicas lo suficientemente maduras como para que su democracia sobreviva a los efectos “secundarios” del tratamiento.

 

Facebook Comments