Casi nadie lo sabe, pero durante 500 años muchas mansiones británicas tuvieron un “perro cocinero”.

En la Edad Media, la gastronomía de Gran Bretaña era inconcebible sin un spit, una estaca de hierro en la que un ciervo, un jabalí o un faisán se cocinaban a fuego lento. Al principio, estas parrillas medievales eran operadas por spitboys, niños campesinos que hacían girar la comida con una manivela para lograr una cocción pareja. Era un oficio ingrato, que les exigía pasar mucho tiempo junto a las llamas y los exponía a desmayos y quemaduras terribles.

En el siglo XV, esos niños fueron reemplazados por otro utensilio de carne y hueso: perros enanos. Su denominación oficial era canis vertigus (en latín, “perro mareado”), pero también los llamaban vernepator cur (“el perro que gira la rueda”) y, más comúnmente, turnspit (“gira asador”). Esta raza fue creada con el solo fin de correr como hamsters dentro de una enorme rueda de madera que hacía rotar el asado. El mecanismo también podía adaptarse para otros quehaceres domésticos, como batir manteca o bombear agua.

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Las ilustraciones de diversas épocas muestran que sus cuerpos eran alargados y tenían patas cortas y torcidas. Aunque no sabemos qué razas usaron los criadores para dar con ellos, se presume que la causa detrás de su apariencia era el “bassetismo”, una mutación genética también presente en corgis, dachshunds y basset hounds. El primer libro que los retrata es Sobre perros ingleses, publicado en 1576 por el médico John Caius. En 1594 Shakespeare los menciona al pasar en La comedia de las equivocaciones cuando uno de los personajes describe a otro como “un perro adecuado solo para correr en una rueda”. Incluso Charles Darwin los nombra en El origen de las especies como ejemplo de animales diseñados para “la utilización o el capricho del hombre”.

Otros perros trabajaban ya en la caza, el pastoreo y el control de plagas, pero ninguna labor era más cruel que la rueda. Los turnspit debían correr a veces hasta ocho horas para lograr la cocción que sus amos demandaban. Estaban a solo dos o tres metros del fuego, expuestos al humo y un calor inclemente. Si bajaban el ritmo o se detenían, la servidumbre les arrojaba brasas. Ese calvario tenía consecuencias concretas: su expectativa de vida apenas alcanzaba los seis años, la mitad de otros perros domésticos. En 1806, después de ver a una pareja de turnspits en acción, el naturalista británico Edward Jessy consignó: “Tienen una mirada suspicaz e infeliz, como si tuvieran miedo de la faena que deben realizar”. A pesar de la explotación y el maltrato, las crónicas de la época señalan que eran obedientes, casi abnegados. No se conocen episodios de ataques a humanos.

El siglo XIX fue pródigo en invenciones, la centuria de los ferrocarriles, la fotografía, el teléfono y la electricidad. También de los asadores mecánicos a vapor o gas que en poco tiempo tornaron obsoletos a estos perros. A la mayoría, por desgracia, no le esperaba una jubilación apacible como animal de compañía. Sus dueños, fascinados por esas nuevas tecnologías, no querían ser vistos junto a ellos. A sus ojos, se habían transformado en un símbolo vergonzante de pobreza, un souvenir tosco de una era menos civilizada. Terminaron en la calle, abandonados a su suerte. Y sin criaderos para reproducirlos, su final no tardó en llegar.

Hoy muchos se ponen sensibles por la posible extinción del rinoceronte blanco o las tortugas marinas, pero pocos se conmovieron cuando desapareció el turnspit. El último ejemplar preservado de esta raza junta polvo en una vitrina del Museo de Abergavenny, en Gales. De su vida apenas conocemos que era macho, se llamaba Whiskey y tenía pelaje dorado. De su muerte, que ocurrió en 1861 y lo embalsamaron en una pose peculiar: cabizbajo, encorvado, con una mueca de terror en la cara. Como si temiera a quienes se acercan a verlo. Como si supiera de lo que son capaces.

 

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