En general no nos damos cuenta de las cosas que decimos. No me refiero a un lapsus linguae. Me refiero a las estrategias conversacionales. Por ejemplo, vamos por la calle y le preguntamos a una señora de aspecto saludable que lleva un vistoso reloj en su muñeca si puede decirnos la hora. Es obvio que puede. Por lo tanto la pregunta es innecesaria. Hasta un poco insolente. Pero, contra toda apuesta, nos dice la hora con una sonrisa y un no menos amable “Faltaba más”.

Sin entrar en detalles, al hacer esa pregunta de apariencia innecesaria (técnicamente se dice que violamos una máxima conversacional), nuestro interlocutor interpreta que estamos siendo corteses. Sería horrible si a esa misma señora le lanzáramos un seco “dígame la hora”. También sería más preciso y económico; verbo en modo imperativo y objeto directo. Gramaticalmente impecable, pero socialmente catastrófico.

Lo que me lleva a algo que también está a la vista, pero que al parecer no estamos advirtiendo. La cortesía es tan importante para los humanos que se encuentra codificada en el lenguaje. Tenemos sujeto, predicado, predicativo subjetivo obligatorio, objeto directo e indirecto, circunstanciales, tres sabores de subordinadas y media docena de otras cositas, más un paradigma verbal que, en español, es un lujo de sutilezas. Pero también necesitamos un truco contextual para que nuestras palabras no suenen groseras.

Aldous Huxley sostenía que era un poco bochornoso admitir que, luego de dedicarle una vida al problema humano, no tenía otro consejo para ofrecer que “Traten de ser un poco más amables”.

El lenguaje hablado no solo es una destreza única de nuestra especie, sino que es capaz de algo tan poderoso como la frase “por favor”. Créanme, nuestros pichichos podrán mirarnos con esa cara de víctimas que tan bien saben poner cuando quieren que les convidemos un poquito de lo que estamos comiendo, pero jamás emitirán la frase “por favor”. Frase que, leída con la frialdad del psicópata, es incluso falsa; casi ninguna cosa que hacemos por favor es en realidad un favor. Y, aún así, sin esas dos palabras mágicas, hasta la solicitud más inocente se convierte en afrentosa. Y no existe un tributo mejor que dar siempre las gracias.

Así que la amabilidad no es trivial. Si está codificada directamente en nuestra destreza más característica, no es accesoria. La cortesía y los buenos modos no son bienes suntuarios. Sin embargo hemos caído en un aquelarre de vulgaridad, groserías y descalificación; la injuria se ha vuelto la regla, no la excepción, y la calumnia, que es todavía más grave, se practica sin el menor rubor, como si acaso fuera normal. Peor aún, esta clase de afrentas, regurgitadas como todo argumento, sin más valor que el de un escupitajo, son celebradas como una forma lícita de ejercer la autoridad o una suerte de liderazgo basado en el descrédito.

Ni lícito ni decoroso ni normal. Pero hay algo peor. La ofensa, la injuria y el agravio constituyen una forma de censura. Pasa hace rato, pero en tiempos de redes sociales no es redundante recordarlo. Una de las maneras más insidiosas de acallar las voces disidentes es el linchamiento verbal. Para la mayoría de las personas, la desacreditación pública, sobre todo si es denigrante, resulta insoportable. De modo que, si ven que le pasa al vecino, entonces se abstendrán de opinar. La crítica es así abortada antes siquiera de que se pronuncie. Negocio redondo.

Este texto podría terminar de muchas formas. La más previsible sería exhortar, como Huxley, a que seamos más amables. Pero me temo que sería como echar nafta al fuego. Elegiré otro remate, por lo tanto. Hace 400 años que los periodistas somos vilipendiados por informar, ventilar y opinar. Por mi parte, pronto cumpliré 46 años en el oficio, y me crié en un diario (y en un bazar). He visto cosas. Así que me permitiré un consejo. Si desde hace tanto tiempo esto de descalificarnos no les funciona, desistan. No es por ahí.

 

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