El sábado pasado, un señor se levantó de dormir una larga siesta en Buenos Aires. Encendió el televisor. Puso un noticiero. Quería saber el estado del tiempo. En la pantalla, aparecieron la hora, la temperatura, la humedad, y en titulares se anunciaba el lanzamiento de una oleada de drones de Irán dirigidos contra Israel. ¿Era un resto de modorra? Pasó a noticieros de otros canales; había entrevistas, por ejemplo, a influencers que hablaban de la Argentina. Se le ocurrió investigar emisoras extranjeras; no dio con nada directamente relacionado con el tema. “Volvió” a la Argentina, pero a canales no periodísticos: reinaba la paz relativa de los distintos géneros televisivos.

De pronto, “brotó” la imagen del presidente Milei en la pista de un aeropuerto. Era una escena del pasado reciente, supuso el espectador porteño. Al día siguiente, domingo, se enteró de que Milei había anticipado el regreso a Buenos Aires y convocado a un comité de crisis. Los pantallazos del zapping se hicieron brevísimos. Los dedos del señor se habían vuelto tan veloces como los de un pianista aficionado en un accelerando plagado de errores dactilográficos en vez de notas falsas.

Su lado crédulo y alarmista conjeturó que había llegado el Apocalipsis. Su lado escéptico y sensato se dijo que no iba a pasar nada grave porque sería un suicidio de la especie y quedaría pendiente ver el final de las series que uno (él) seguía. También se le ocurrieron hipótesis políticas audaces, que es prudente no difundir.

Esa anécdota ajena, que me llegó por el relato jocoso de un amigo, me pareció interesante más que divertida. Pensé que era conveniente mostrar lo que nos sucede a los ciudadanos por efecto de lo que hacen o destruyen quienes dirigen el mundo o pretenden salvarlo en representación “nuestra”. No la mía.

Para tratar de levantar el ánimo de los lectores y el propio, voy a contar algo relacionado con lo anterior, pero positivo. Una amiga muy querida, Teresa Orecchia-Havas, residente en París, está ahora con su marido en un pueblo de Israel pasando unos días junto a uno de sus hijos y, claro, los nietos. Precisamente el pasado sábado 13 (por la mañana, hora argentina), Teresa me envió un WhatsApp con numerosas fotografías de un pequeño museo de la capital israelí cuya sede está en el hoy lujoso The American Colony Hotel. En su origen, en esa hermosa construcción de principios del siglo XX, funcionó la comunidad utópica y cristiana American Colony hasta la década de 1950.

Con el tiempo, el edificio preservó su arquitectura, pero cambió su función y tuvo nuevos propietarios. Se convirtió en un hotel suntuoso y elegante. Sin embargo, sus directores decidieron continuar la tradición espiritual de los fundadores. Esa acertada decisión tuvo un efecto provechoso en los años futuros; lo convirtió en “un oasis de neutralidad” (según las palabras de sus responsables). Allí se dan conferencias internacionales; se citan israelíes y palestinos; y funciona el Museo Palestino de Jerusalén.

Casi todo lo que está en exhibición data del siglo XIX y pertenece a la entera Palestina. Hay vestidos y joyas de todas las regiones, herramientas, arcones, alfombras, cerámicas, cestería, un horno para cocinar aves, un cedazo, un odre para hacer manteca, zapatos para novia de tacos muy altos con la forma de una especie de Torre Eiffel cortada poco más arriba del arranque de la parte más afinada; y una linterna mágica con un relator oral que dejaba ver las imágenes en la caja.

Algo brilla por su ausencia. No se exponen objetos de culto en ese terreno. Quizá el principal tesoro del Museo sea la tolerancia, que hace posible su existencia y cierta esperanza. Algo así podría ser el comienzo de un camino.

 

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