Un líder es muchas cosas. Hay cientos de cursos de liderazgo, y las redes sociales se inundan de videos inspiracionales sobre esta elusiva destreza. Cuanto más profunda es la crisis de liderazgo, más valoramos un arquetipo que es antiguo y a la vez mal comprendido. Con frecuencia se confunde al caudillo con el líder. Hay, sin embargo, una prueba que solo los líderes atraviesan. Es la prueba del ejemplo. De todos, el ejemplo más poderoso es el de la templanza. Rasgo escaso que subyuga al rival más combativo, está compuesto de la sobriedad y la moderación frente a la adversidad; el mantenerse impasible en la tormenta; la capacidad de escuchar a propios y ajenos con la misma generosa predisposición, y el pulso firme, pero piadoso, cuando toca ejecutar una decisión severa. Todos sabemos esto. La pregunta es por qué la templanza sigue cotizando tan bien en nuestra tabla de valores, cuando es evidente que todavía no hemos sabido superar la seducción de los caudillos. Tal vez porque, en el fondo, sabemos que somos una especie frágil que depende, y durante muchos siglos todavía dependerá por completo de los caprichos del clima y los espasmos de un planeta también joven y no menos temperamental. Y la templanza tiene una hermana melliza: la humildad.

 

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