Se escribieron muchos relatos marcados por la urgencia de las Fuerzas Armadas argentinas al enfrentar una disparidad tecnológica frente al enemigo. Y en cada una de estas historias apareció el ingenio argentino como un recurso inesperado, hábilmente desplegado para equilibrar el tablero de la batalla. En marzo de 1982, la Fuerza Aérea Argentina contaba con aeronaves de alto desempeño, mantenidas con meticulosidad, pero con sistemas de aviónica desactualizados y, en el caso de los aviones Canberra, un armamento de defensa insuficiente para hacer frente a los objetivos británicos. En este contexto, precisamente en el caso de los mencionados bombarderos, la carencia de un sistema de autodefensa como el “chaff”, una herramienta disuasiva elemental, se transformó en un desafío crítico que demandaba una solución pronta, eficaz y realizada con los recursos escasos disponibles.

Una tecnología simple, pero eficaz: ¿qué es el chaff?

Era, y sigue siendo, un método de defensa efectivo para los aviones militares. Funciona de la siguiente manera… Para un avión es difícil, sino imposible, escaparle a un misil. Los misiles dotados con una cabeza de guiado que emite ondas de radio que chocan con el fuselaje de la aeronave, rebotan y vuelven a la cabeza guiada, dándole así la ubicación precisa de su objetivo, el rumbo que lleva y su velocidad. Así, persiguen a su blanco hasta el momento del impacto.

Y aquí es donde entran en juego el “chaff”, compuesto por unas finas láminas metálicas que la aeronave dispersa en el aire cuando el piloto detecta que está siendo perseguido por un proyectil. Estas láminas forman una nube metálica que refleja las ondas de radio hacia la cabeza guiada del misil, que se concentra en ellas en lugar de seguir al avión, de modo que cuando el misil alcanza la nube de chaff, explota, y el piloto observa la detonación desde la distancia.

En la antesala del conflicto, los aviones de la Fuerza Aérea argentina carecían de esta tecnología. Los bombarderos, en particular, sin “chaff” se convertían en un blanco fácil. Lo necesitaban con urgencia.

Por suerte, esta desventaja fue sobrellevada con puro ingenio argentino. La figura principal de esta historia es una máquina cuyo producto final, los tallarines, no guardaba relación alguna con la guerra.

La otra figura es la del comodoro Fernando Rezoagli, ingeniero aeronáutico, que en 1982 era jefe del Escuadrón Técnico desplegado con los aviones bombarderos Canberra en la Base Aérea Militar Trelew. En una entrevista con LA NACION, Rezoagli repasa lo acontecimientos de este invento único, que resultó efectivo y salvó la vida de muchos aviadores.

-Fernando, ¿cómo empieza esta historia?

-Cuando se produjo la recuperación de las Islas Malvinas, el 2 de abril de 1982, yo tenía el grado de mayor y acababa de llegar destinado a la Segunda Brigada Aérea. Se me asignó el cargo de jefe del Escuadrón Control, con responsabilidad de mantenimiento de todos los aviones de la Brigada, entre los cuales estaba el Canberra. Fui sorprendido, como todos, por este trascendental acontecimiento que se estaba desarrollando: habíamos recuperado las Malvinas. Y si bien todavía no teníamos ninguna orden de desplegar los aviones, era evidente que no tardaría en llegar…. El capitán Rivolier, piloto del Grupo 2 de Bombardeo, se me presentó para informarme que los aviones Canberra no disponían de contramedidas electrónicas como chaff y bengalas por lo tanto comencé a pensar en una solución.

-¿Qué tan posible era lograr esa tecnología con los recursos con los que usted contaba?

-Para que fueran efectivos, yo sabía que los chaff debían medir un cuarto de la longitud de onda del radar de guiado de los misiles británicos. Ese dato ya lo tenía, así que pude determinar la longitud que debían tener los chaff, que resultó ser de siete centímetros. Entonces retiré del depósito un rollo de aluminio que se utilizaba para envolver los tubos de escape de los motores del Canberra y disipar calor. Llamé por teléfono a mi hijo mayor, que tenía 15 años y andaba en tercer año de la escuela secundaria, y le dije que reuniera en casa a tres o cuatro compañeros y que llevaran cada uno una tijera. Y le pedí que le dijera lo mismo a su hermano menor, de 13 años, que andaba en primer año.

-¿Fabricaron “chaff” a mano?

-Llevé a mi casa el tubo de papel de aluminio. Ya estaban reunidos mis hijos con los compañeros que habían citado, todos con sus tijeras. Les expliqué para qué servían los “chaff” y les dije que ellos iban a colaborar con la defensa de la patria. Los chicos estaban encantados de poder hacer esa tarea. Comenzaron a cortar las tiritas de aluminio. Esa tarde junté varias y se las mostré al Jefe del Grupo Técnico, comodoro Valenzuela. Lógicamente, asumimos que la cantidad era insuficiente y que se debía buscar la forma de producirlas en mayor cantidad. Da la casualidad que al lado nuestro se encontraba presente el suboficial mayor Tomasso, que nos escuchó y nos dijo que él tenía una idea que podía servir… se trataba de utilizar una máquina para hacer tallarines, aprovechando que el ancho de estos era similar al de los “chaff”. Al día siguiente, apareció en el Grupo Técnico con una máquina industrial que le prestaron en un tallarinera local llamada “Nápoli”. Y empezamos a darle a la manija, las 24 horas del día durante, aproximadamente, una semana.

-¿Cuál era el paso siguiente?

-Había que desarrollar el sistema de lanzamiento, para lo que utilizamos los cartuchos de arranque de los motores del Canberra. Estos, mediante un iniciador eléctrico, liberaban aire comprimido a muy alta presión que se lo hacía entrar a la turbina de cada motor y la hacían girar a gran velocidad para lograr su arranque. Luego, los cartuchos quedaban inutilizados para el fin que tenían y se guardaban en el depósito para ser enviados a recargar para una nueva utilización. Nosotros decidimos usarlos para el lanzamiento de los “chaff” y las bengalas.

-¿Cómo funcionaban?

-En los cartuchos de arranque colocábamos primero la bengala con un paracaídas, luego se completaba su volumen con chaff y finalmente una tapa plástica que sostenía todos los elementos para evitar que se cayeran. Luego construimos un cilindro metálico que contenía siete cartuchos, a los cuales se los alimentaban eléctricamente con una manguera de cables que llegaba hasta el tablero del navegador. Cada uno tenía su llave de activación y una luz roja que indicaba que había sido disparado. El sistema ya estaba listo para montar en los aviones, pero decidimos hacer una prueba de funcionamiento. Colocamos dos cartuchos armados ya con bengala y chaff, uno en cada patín de aterrizaje de un helicóptero Hughes, y le pedimos al piloto que en vuelo estacionario a 200 metros sobre la plataforma de estacionamiento procediera al lanzamiento. Fue una gran alegría que todos festejamos cuando los dos cartuchos fueron lanzados e inmediatamente vimos brillar las bengalas encendidas, suspendidas de sus paracaídas, y una nube de chaff alrededor de cada una. Con esta prueba realizada exitosamente, decidimos comenzar con el montaje en los Canberra. Tuvimos que hacer un agujero en el piso del avión, en la cola, para instalar el cilindro que contenía los siete cartuchos, que quedó soldado y firmemente adherido a la chapa. Ese montaje se hizo en el primer avión, a los restantes se les fabricó un arco de chapa que copiaba la curvatura del fuselaje en la parte de la parte trasera que se adhería al mismo cargando los siete tubos y eso nos permitía evitar de agujerear el piso. Cuando los Canberra llegaron a Trelew, que era nuestra base de despliegue asignada, ya tenían instalada esta contramedida pasiva, pero nunca había sido probada.

“El estado de ánimo estaba por el piso”

El 1° de mayo, cuando comenzaron las hostilidades, el escuadrón de los Canberra recibió la orden de enviar tres escuadrillas de cuatro aviones, es decir, todos los ejemplares disponibles, que eran 12. La primera escuadrilla, a cargo del capitán Juan José Noriega, se encontró con un mal escenario. “Posiblemente por una mala información de inteligencia, se dio de lleno con la flota inglesa y así fue que el avión de De Ibáñez y González recibió el impacto de un misil y fue derribado”, cuenta Rezoagli. “Los tripulantes se eyectaron pero nunca se los encontró, transformándose así en los primeros de nuestro escuadrón en dar la vida por la patria”, agrega.

-¿Y los otros aviones?

-Los otros escaparon haciendo maniobras evasivas y lanzando chaff y bengalas, e informaron por radio a las otras dos escuadrillas que regresaran porque no podrían pasar. Al regresar todos -menos uno- sin haber cumplido con la misión y luego de la pérdida de dos camaradas, el estado de ánimo de la base aérea estaba por el suelo. Durante la cena, casi nadie hablaba.

-¿La baja fue producida por uno de los misiles que usted había estudiado?

-Sí, por un Sea Dart, lo cual me puso manos a la obra para estudiarlo más. Repasé el manual del misil. Me quedé toda la noche leyéndolo, pero antes del amanecer ya había obtenido lo que andaba buscando. Ese día hablé con el entonces mayor Vivas, Jefe del Escuadrón Aéreo, y le pedí que me reuniera los pilotos y navegadores en el aula. Todavía recuerdo la cara de preocupación que llevaban todos.

“El Sea Dart tenía 4 debilidades”

-¿Qué les dijo?

-Primero les hablé de las fortalezas del misil, cosa que contribuyó a desalentarlos aún más, pero luego les informé que el misil también tenía debilidades y que debíamos saber aprovecharlas.

-¿Cuáles eran esas debilidades?

-Había cuatro, pero la más importante era que el misil dejaba de recibir información sobre la posición del avión enemigo dos segundos después de ser lanzado. Luego, seguía solo. Esto quería decir que si podíamos ver el momento del lanzamiento, fuera por el humo si era de día o por el fogonazo de noche, había que dejar pasar dos segundos y producir un violento cambio de rumbo mientras comenzábamos a lanzar chaff y bengalas. Y así lo podríamos confundir.

-¿Funcionó esa estrategia?

-No volvieron a derribarnos un avión durante muchas misiones, hasta la última noche de combate, en que fue derribado el Canberra de los capitanes Pastrán y Casado. No estaban enterados de que se había producido la rendición. Fueron vistos y les tiraron un misil. Ellos no lo vieron, por lo que no lanzaron chaff. Eso lo puedo asegurar porque le pregunté personalmente a Pastrán, que gracias a Dios pudo salvar su vida por haberse eyectado.

-¿Qué reflexión hace sobre esta historia, a 42 años de la finalización del conflicto en el Atlántico Sur?

-Podemos concluir que este sencillo ingenio, construido sin costo alguno, con medios materiales simples como una máquina de fabricar tallarines y tiritas de aluminio, nos permitió salvar la vida de nuestros pilotos y evitar el derribo de sus aviones, contrarrestando así la alta tecnología misilística de una de las primeras potencias del mundo. Dejo aclarado que yo trabajé únicamente con los Canberra que eran mi responsabilidad de mantenimiento. La prueba de la eficiencia de esta contramedida está en que los aviones Canberra sufrieron solamente dos derribos: uno el primer día de combate porque el piloto fue tomado por sorpresa y no lanzó chaff y bengala, y el otro el último día de combate por el mismo motivo.

 

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