Los gestos de la sal, coreografía de Teresa Duggan (sobre un cuento de Alejandra Kamiya). Música: Gingo Ohno. Vestuario: Nam Tanochi. Escenografía: Mariela Solari. El eco de las manos, coreografía y vestuario: Nicolás Berrueta. Idea: Claudio Martini y Berrueta. Música: Claudio Martini. Iluminación en las dos obras: Alberto Lemme. Ballet Contemporáneo; con dirección de Andrea Chinetti. Codirección: Diego Poblete. Asistencia coreográfica: Elizabeth Rodríguez y Melisa Buchelli. Teatro Regio, Córdoba 6056. Funciones: de jueves a domingos, a las 20, hasta el domingo 28. Nuestra opinión: muy bueno

Fuera del Teatro San Martín, su ámbito natural, el Ballet Contemporáneo acomete un díptico de autores nacionales en un espectáculo austero y virtuoso, a la vez, sin escenografías corpóreas ni vestuarios suntuosos, pero con rigor interpretativo y vuelo poético en las dos obras –estrenos, ambas- que componen el programa. Y que, en algún sentido, se complementan. Lo sensorial, por lo demás, se insinúa como una constante común a las dos.

Así, el viento atraviesa el desarrollo de Los gestos de la sal en el relato original de Alejandra Kamiya y trasciende a la puesta en movimiento que emprende Teresa Duggan. Un viento que se manifiesta en figuras danzantes con atractivas polleras en rojo (con armazón, acierto de la vestuarista Nam Tanochi). De un fondo de colinas blancas y de un grupo de trabajadores de la sal se desprenden dos cuerpos: Rodrigo Etelechea y Fiorella Federico encarnan con convicción a Atanasio y Petra, los personajes centrales de esta historia, que Duggan moviliza con una sensibilidad afín a la de la narradora literaria.

En un rapto macbethiano, los “árboles” avanzan, movidos por otras bailarinas, como el bosque de Birnam, pero desprovisto de follaje y de amenaza. Dos especies de hadas (o “shamanas”, corporizadas con gracia por Lucía Bargados y Daniela López), algo así como el espíritu de las salinas, sugieren la índole peculiar de este relato que bascula entre la cotidianidad y lo feérico, en el sobrio lenguaje compositivo que maneja Duggan, sostenido por la admirable musicalización de Gingo Ohno. La cual, a través de una quena y un huayno, da la pauta de ambientación con la que la coreógrafa otorga un enclave preciso (el Altiplano) a la deliberada indefinición geográfica del relato original.

Rodrigo Etelechea y Fiorella Federico (Atanasio y Petra) “se enamoran” en un grato dúo, deslizante, al son de una zamba, y acaban en una previsible boda. Hay un segundo tema o motivo, el de las rosas (“que parecen la envoltura de un corazón”), que asumirá un rol preponderante. Las flores se van apagando, pero “Un día la panza de Petra se redondeará…”, y algo del pasado renace –era previsible- en una nueva criatura con nombre floral.

El auspicioso debut en la composición coreográfica de Nicolás Berrueta denota que el autor de El eco de las manos no carecía de experiencia. Exbailarín de esta misma compañía en tiempos en que la dirigía Mauricio Wainrot y luego de su paso por un elenco chileno, Berrueta pone en juego a doce integrantes del Ballet Contemporáneo con una formidable propuesta no narrativa, dividida en varios bloques, de puro movimiento, con un arranque intenso, agitado, de dispersión y alineamiento, centrado en la figura de Juan Camargo. Hay contorsiones en distintos niveles, hasta que se suma, en dúo con él, Manuela Suárez Poch.

El acercamiento de la intérprete femenina será reiterativo, provocador, en un juego de atractivos diseños corporales que adquiere distintas dinámicas a lo largo de la exhaustiva media hora que dura la pieza. En más de un tramo de esta sucesión de sagaces trazados coreográficos se impone el módulo del contrapunto, sostenido entre el solista y el grupo, que se insinúan como obsesiones subjetivas, ante las que Camargo se debate por desprenderse. Todo, sostenido por la potente banda sonora de Claudio Martini (a pesar del deficiente equipamiento de sonido del Regio), de complejo entramado compositivo, que respalda con eficacia –a pesar de algún exceso un tanto hollywoodense- la vorágine de cuerpos exaltados que prenuncia el final.

Hay dúos en los laterales del proscenio (Eliana Picallo-Matías Coria, de un lado, y Camila Arechavaleta-Jonás Grassi, del otro), que dan un respiro al protagonista, anclado en soledad en el centro de la escena. Pero pronto se reinicia el asedio: es la peripecia del hombre que está solo y se debate con sus espectros interiores, que acaban cubriéndolo de tules, como de novias fantasmales. Manuela Suárez Poch comparte con Camargo un dúo particularmente violento, entre la pasión y la ferocidad, en el que se evidencian los nobles modelos de danza contemporánea que subyacen a la formación de Berrueta.

El Ballet Contemporáneo, que con firmeza dirigen Andrea Chinetti y Diego Poblete, pone a prueba la entrega de sus integrantes; así, saltar con la misma eficacia de los climas narrativos poéticos de la apertura del programa al exigente desafío corporal, casi abstracto, de la pieza de cierre, revela –una vez más- la ductilidad y la amplitud de registro de la compañía oficial.

 

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