Sabíamos que se venía una temporada de agua, con la llegada de El Niño. Sabíamos asimismo que tras la sequía llegarían las inundaciones, tormentas distópicas y un granizo hostil. Se cumplió, y durante esa semana de lluvias constantes que tuvimos a principio de mes me encontré un día pensando en el agua. Nos afecta cuando falta y cuando sobra. Mi higuera está intentando, no sin dificultad, reponerse del diluvio; las higueras, como los olivos y las vides, prefieren el clima semidesértico.

Solemos quedarnos en eso, en los vaivenes anímicos del agua. Además, en algún momento nos enseñan que la vida depende de esta molécula que, simple y todo, esconde tantos milagros que alcanza, ella sola, para probar la existencia de Dios. No sé si lo saben, pero el agua hierve a 100 grados Celsius en la superficie de este planeta. Pero a 15.000 metros casi podrías hacer mate con agua hirviendo –una blasfemia a nivel del mar–, porque la temperatura de ebullición baja a 84,5° C. Viceversa, hervirá a mayor temperatura; así funcionan las ollas a presión, por ejemplo.

Nada de todo esto es lineal, claro, y existe un gráfico tan bonito como abrumador en el que se exponen las temperaturas, las presiones, las fases (vapor, líquido, sólido) y algunas situaciones que suenan exóticas en la vida cotidiana, como los estados críticos o los hielos que se forman a presiones exorbitantes, creemos, en otros planetas. O que recreamos en los laboratorios.

Esos son también secretos del agua. Lo mismo que los copos de nieve. Todos, creo, hemos visto fotos de estas invisibles, silenciosas y efímeras obras de arte, tan diversas que se dice que no hay dos iguales, cosa que nadie podrá jamás comprobar. Al menos, porque todavía quedan muchos copos de nieve por formarse. Los expertos han identificado 80 variantes básicas.

De la obra de arte el agua puede pasar rápidamente a la catástrofe. Cualquiera que haya experimentado una inundación sabe al menos esto: el agua no da tiempo. Es cierto que que arrasa y que no hay cómo ponerle un freno, pero sobre todo es aterradoramente rápida. Me contaba una amiga, hace años, en el Valle de Pancanta, en San Luis, que una noche pasaron solo unos minutos entre la lluvia, un ruido atronador y una avalancha proveniente de las cumbres, tan potente que arrancó el puente de concreto que cruzaba el hasta entonces manso arroyo.

En una gota de agua, aprendí de chico, cuando tuve mi primer microscopio, de verdad hay un mundo de seres vivos: rotíferos, paramecios, alguna bacteria, alguna dafnia extraviada, que a esa escala parece un coloso. Al principio, uno no ata cabos entre esa gota y su mundo. Hasta que un día, por el motivo que sea, te quedás sin agua. No hablo del agua potable, a la que no tienen acceso más de 770 millones de personas en el mundo, sino al agua en general.

No sé si alguna vez les pasó, pero el agua es necesaria para todo. Quiero decir, además de cocinar, hidratarnos, higienizarnos, baldear el patio, regar las plantas, tomar el remedio, refrigerar el motor del coche y ponerle un hielito al whisky. El agua está por todos lados. Desde la construcción de una casa hasta la producción de medicamentos, de chips y de energía.

Dependemos enteramente de este solvente extraordinario, cuyo origen los científicos vienen debatiendo desde hace un siglo y que a la vez damos por sentado. Su ADN causa estupor. El hidrógeno es uno de los elementos de la tabla periódica que estuvo desde los orígenes del universo; los orígenes que podemos llegar a vislumbrar, aclaro. Por su lado, el oxígeno se produce en las estrellas, pero aquí, entre nosotros, lo exhalan las plantas. Sobre todo, el fitoplancton. Que vive en los océanos, expresión última del agua, donde asume un rol mítico, nos invita a la humildad y cuyo oleaje eterno (“la sonrisa innumerable de las olas marinas”, juzgó el incomparable Esquilo) no se encuentra en ningún otro mundo del sistema solar.

 

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