Los episodios, ampliamente registrados por los medios, que marcan diferencias entre el titular del Poder Ejecutivo nacional, Javier Milei, y la vicepresidenta de la República, Victoria Villarruel, invitan a recordar cómo fueron los vínculos entre quienes desempeñaron esos cargos en los primeros tiempos de nuestra organización política.

Provenientes de partidos que se habían enfrentado durante décadas en cruentas luchas fratricidas, estos hombres cargaban –más allá de su anhelo de consolidar las instituciones creadas por la Constitución–, con la pesada herencia de un pasado difícil de olvidar. Luego del sangriento cierre de los combates por la Organización Nacional, en 1880, las diferencias, muy serias a veces, moderadas otras, signarían a través del tiempo y hasta nuestros días, salvo casos contados, las relaciones entre los primeros mandatarios y sus reemplazantes legales.

El 19 de agosto de 1853, el Congreso General Constituyente que tres meses y días antes había sancionado en Santa Fe la Carta Magna, pidió al director provisorio de la Confederación, general Justo José de Urquiza, que convocara a comicios para que las provincias designasen a los electores de presidente y vicepresidente de un país que, tras la revolución del 11 de septiembre de 1852, se había visto privado de su territorio más poblado y rico: Buenos Aires.

Fueron elegidos el propio Urquiza y el doctor Salvador María del Carril, ex gobernador de San Juan y antiguo dirigente unitario, sobre quien pesaba la acusación de haber aconsejado al general Lavalle el fusilamiento de Manuel Dorrego.

Urquiza federalizó el territorio de Entre Ríos y declaró capital de la República a un pueblito pequeño y carente de comodidades que se alzaba en medio de un paisaje de barrancas: La Bajada, hoy Paraná. Allí tenía casa instalada, aunque viviera gran parte del año en su Palacio San José, próximo a Concepción del Uruguay.

Del Carril alquiló su propia morada, próxima a la de Urquiza, y una vez realizados los respectivos comicios, fueron llegando los senadores y diputados de cada provincia, quienes se instalaron con suma modestia y organizaron las sesiones en no menos precarios espacios.

Como el general mantenía sus actividades de gran hacendado y pasaba medio año en su “Versalles entrerriano”, Carril debió reemplazarlo por largos períodos en el ejercicio del Poder Ejecutivo, aunque recibía constantes indicaciones y órdenes llevadas por veloces chasquis. En una ocasión le expresó a Lucio V. Mansilla, entonces su secretario, que se avenía a firmar una resolución que no le agradaba porque estaba “en manos de esa fiera”.

A Urquiza lo sucedió el doctor Santiago Derqui, y a Del Carril, el héroe de la Independencia general Juan Esteban Pedernera, que había sido senador y por breve tiempo gobernador de San Luis. Pedernera debió reemplazar al presidente en distintas ocasiones por su reconocida abulia, que lo llevaba a despachar las cuestiones de Estado desde el lecho y fumando sin cesar, y por sus viajes, incluido el reclutamiento de tropas en su provincia natal, Córdoba, al estallar una vez más la guerra entre Buenos Aires y la Confederación, en 1861. Le tocó a Pedernera la triste suerte de declarar en receso al Poder Ejecutivo Nacional, luego de la derrota de Pavón, cuando, tras intentar una resistencia al avance de las tropas de Bartolomé Mitre sobre Rosario, Derqui se embarcó en un buque de guerra inglés rumbo a Montevideo.

Mitre procuró llevar adelante con suma prudencia el proceso de reorganización nacional, a pesar de la insistencia de dirigentes que reclamaban soluciones drásticas y cruentas. Las provincias le delegaron el encargo del Poder Ejecutivo y así pudo poner en marcha el proceso que permitió instalar el Congreso Nacional y realizar comicios tras los cuales, mediante el mismo sistema de electores, pudo ocupar el sitial de presidente y quedó consagrado vice el coronel doctor Marcos Paz.

Paz no era bien visto por el partido nacionalista del presidente, que le imputaba simpatías hacia el partido autonomista, encabezado por el gran caudillo popular que era Adolfo Alsina. Pero Paz llevó con probidad y lealtad su cargo de titular del Senado y contribuyó a impulsar la ingente tarea que se presentaba en aquellos años difíciles.

Cuando estalló la guerra con el Paraguay y Bartolomé Mitre marchó al frente de combate como generalísimo de las fuerzas argentinas, uruguayas y brasileñas, Paz asumió el Poder Ejecutivo y cargó no solo con las responsabilidades propias de sostener un esfuerzo bélico para el cual el país no estaba preparado, sino con el cúmulo de responsabilidades internas y externas que planteaba la difícil situación de la Argentina.

Próxima la renovación presidencial, que debía ocurrir en 1868, surgieron las candidaturas de Rufino de Elizalde, que Mitre apoyó en forma explícita, de Adolfo Alsina y de Justo José de Urquiza. Paz fue acusado por los amigos del presidente de haber elogiado públicamente a Alsina y de apoyar el proyecto de ley que declaraba a la ciudad de Rosario capital de la República porque allí poseía terrenos que aumentarían su valor. Paz refutó enérgicamente esos cargos y el primer mandatario los desestimó de manera inequívoca. La epidemia de cólera contó al vicepresidente entre sus víctimas –murió el 2 de enero de 1868–, y el primer mandatario debió volver a Buenos Aires para retomar el cargo.

El proceso electoral echó por tierra con las ambiciones de Elizalde y de Alsina, quien volcó sus votos en favor del entonces embajador en los Estados Unidos, Domingo Faustino Sarmiento, y aceptó ocupar la vicepresidencia de la República.

El genial escritor se encargó de hacerle saber que “el vicepresidente está para tocar la campanilla del Senado”. Y ejerció del principio al fin, con su titánica capacidad de trabajo, su función de primer mandatario, apoyado por buenos ministros y sostenido por la magnitud de los proyectos que en gran medida llevó a cabo, más allá de infortunios tales como la epidemia de fiebre amarilla, las rebeliones interiores y la crisis económica que hizo su aparición cuando estaba por dejar el mando.

Alsina procuró recuperarse para un nuevo intento en la próxima renovación presidencial, pero el partido se le fue desgranando y aceptó ser ministro del futuro gobierno.

A Sarmiento lo sucedió Nicolás Avellaneda, quien tuvo por vicepresidente a Mariano Acosta, con el que alimentó relaciones armoniosas. Fue una gestión jaqueada por una crisis económica que el mandatario atacó con energía, y por nuevos enfrentamientos fratricidas. Comenzó en 1874 con la rebelión nacionalista encabezada por Mitre y concluyó con una cruenta guerra entre el poder nacional y la provincia de Buenos Aires.

Tras aquellos hechos, asumió en 1880 su sucesor, el joven general Julio Argentino Roca, quien llevó como compañero de fórmula al doctor Francisco B. Madero. Ambos poderes funcionaron armónicamente. El Zorro, como ya se lo denominaba al presidente tucumano, era el jefe indiscutido del Partido Autonomista Nacional, además de hombre experto en obtener apoyos, de modo que el Congreso conjugó su accionar con el Ejecutivo, sin que las voces opositoras lograran torcer sus decisiones.

Historiador. Ex presidente de la Academia Nacional de la Historia

 

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