La duda es, en el caso García Belsunce, un concepto lábil. Dudó el fiscal de Pilar Diego Molina Pico la noche del 27 de octubre de 2002, cuando, de haber hecho lo que debía hacer, pudo haber cambiado dramáticamente el destino de una investigación que en ese mismo momento se torció.

La duda se abatió desde ese momento sobre los familiares, que, a su turno dudaron y sospecharon de ese vecino que los odiaba y a quien odiaban. El único que no dudó, hace 7822 días, fue quien vació el cargador de seis alvéolos del viejo revólver calibre 32 y acertó cinco tiros en el cráneo de la activa mujer que, hasta un rato antes, había estado jugando al tenis mientras el país estaba paralizado por el superclásico entre River y Boca.

La duda, desde el inicio, definió los volantazos que tuvo una causa compleja por la materia del delito y las circunstancias del caso, pero, también, por la impericia judicial y policial. El expediente apiló tantas fojas como aberraciones, testimonios contradictorios, pruebas inconclusas y pistas que no eran debidamente exploradas.

Desde el principio, el caso estuvo contaminado. No solo por las versiones sinuosas y a veces inexplicables que esgrimieron los testigos –familiares de la víctima, vecinos, la masajista, los dos médicos emergentólogos que llegaron y se fueron sin poder certificar otra cosa que un “paro cardiorrespiratorio”–, sino por los errores de los investigadores.

El primero fue crucial: lo cometió el fiscal Diego Molina Pico la misma noche del crimen, cuando no ordenó la inmediata autopsia, como marca el proceso ante cualquier muerte de etiología dudosa y, como era el caso, violenta. Era una medida de manual. Pero el fiscal no la tomó. Si lo hubiese hecho podría haber “blindado” la escena del hecho y, eventualmente, habría encontrado de inmediato pruebas que lo condujeran hacia algún sospechoso. La premura hubiese jugado a su favor y les hubiese restado tiempo a quienes necesitaran de una buena coartada.

Los familiares de María Marta callaron dudas que comenzaron a germinar en pleno velatorio, con la víctima en su propia cama, donde la lloraban familiares y amigos. Ellos mismos –obteniendo un certificado de defunción trucho, descartando el famoso “pituto, pidiendo que la policía no entrara al country, haciendo correr la versión de la supuesta caída en la bañera– alimentaron la duda del fiscal, que, sintiéndose engañado, se empecinó en perseguirlos, sin capacidad de ver otras pistas. Entre ellas, la que lo ponía al propio Pachelo como un sospechoso idóneo y con coartadas endebles.

La duda atravesó el análisis que cada magistrado que intervino en el caso llevó a cabo para tratar de deducir qué había pasado en el country, quién era el asesino, quiénes eran los cómplices. Llegaron los procesamientos y la elevación a juicio de un caso que tenía media decena de encubridores, pero no tenía autor material del crimen.

Un tribunal oral, inicialmente, condenó al viudo, a tres de sus cuñados y a un amigo y vecino como presuntos encubridores de un homicida que, entonces, no tenía nombre ni motivo. El fiscal esgrimió, como móvil, un presunto conflicto económico y hasta una supuesta maniobra de lavado de dinero de un cártel mexicano que la víctima amenazaba con develar. Era más un enunciado que una pista seria.

Tiempo después, una sala de la Casación provincial se aventuró más allá: con la misma prueba que había usado el tribunal, consideró que Carlos Carrascosa había matado a su esposa. Ajustó horarios y le hizo completar un raid entre el final del superclásico, un café y un pago de una deuda en el Club House y su llegada a la cárcel para ejecutar el crimen antes de que llegara la masajista a la casa. Y lo mandó a la cárcel y lo sumió en el escarnio.

La apelación recorrió todo el espinel judicial hasta que, finalmente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación consideró errados todos los análisis previos y, finalmente, libró de culpa y cargo al viudo. Vuelta a empezar.

Si no habían sido Carrascosa y su familia, otro debía ser el asesino. Cambió la conducción del Departamento Judicial San Isidro y un nuevo equipo de fiscales decidió finalmente avanzar sobre la pista que conducía hacia Pachelo. Indicios les sobraban: varios testigos señalaron sus movimientos sospechosos antes, durante y después del horario del crimen, y tenían un modus operandi –el robo de casas en barrios cerrados casi como forma de vida por parte– que podía explicar el violento y letal desenlace. Pero les faltaban pruebas concluyentes: no había arma homicida; el ADN del acusado no estaba en la escena del crimen y tampoco había testigos directos.

Los fiscales podían armar un relato verosímil de los hechos para avanzar en la acusación, pero les faltaba algo más. Pachelo era el sospechoso ideal: se podía demostrar que robaba en casas vacías de barrios cerrados a los que tenía acceso, como Carmel. De tal modo, expresaron su hipótesis: hizo lo mismo en la casa de Carrascosa y García Belsunce, pero la mujer llegó antes de tiempo, enfrentó a los intrusos y uno de ellos le vació el cargador del viejo revólver calibre 32.

Al final del juicio, dos de los tres jueces consideraron a Pachelo culpable de la serie de robos, pero le concedieron el beneficio de la duda en el caso del homicidio de María Marta. Parecía librarse definitivamente de la sombra de la sospecha. Hasta ahora… El caso dio un nuevo giro, pero la duda sigue sin disiparse: quedan aún dos instancias judiciales más en la provincia, y hasta la posibilidad de que el máximo tribunal del país diga la última palabra. En un expediente tan sinuoso y difícil, tan representativo de las impericias del sistema judicial argentino, la duda todavía puede torcer el rumbo de los acontecimientos.

 

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