El rechazo al decreto de necesidad y urgencia del Gobierno en el Senado entusiasmó a casi todo el peronismo. En realidad, algunos vienen embalados desde antes: les cuesta imaginar, desde el minuto uno de Milei en el poder, que alguien que ha decidido llevar a cabo semejante ajuste pueda tener alguna posibilidad de éxito. Es parte del desencuentro en que ha entrado hace tiempo la dirigencia, cuya fragmentación quedó expuesta en las elecciones de octubre y se resolvió, a las apuradas y de modo precario, con la segunda vuelta. En aquel balotaje al que el Presidente busca siempre regresar simbólicamente y que divide, dice él, a la Argentina: la que quiere cambiar y la que no.

El problema de Milei no es tanto la mitad de la sociedad que lo rechaza, definida desde entonces, como un sistema político tradicional con el que nunca se podrá entender porque hablan lenguajes distintos y hasta buscan objetivos contrapuestos. Solo basta detenerse en los argumentos y el léxico de cada lado. Uno de los emblemas de ese viejo orden con que el Presidente pretende confrontar es sin dudas Sergio Massa, alguien que representa a la Argentina de los acuerdos corporativos, capaz de emitir casi un punto del PBI en un mes por necesidad electoral, y referente de un establishment que incluye a empresarios, sindicalistas, lobbistas y dirigentes de todos los partidos. Un elenco estable tan extraño a la lógica de Milei que hasta pide para él, como hizo José Mayans, un peritaje psicológico.

¿Podrán alguna vez estos dos mundos ponerse de acuerdo para, por ejemplo, aprobar en el Congreso reformas sin las cuales difícilmente se consolide un despegue? Massa almorzó este lunes en Barracas, horas antes de que se rechazara el DNU en el Senado, con un grupo de empresarios. Estaban Sebastián Bagó, Gustavo Grobocopatel, Teddy Karagozian, Federico Braun, Hugo Eurnekian y Saúl Zang (IRSA), entre otros, y alguien le preguntó ahí, con absoluta naturalidad, si imaginaba un fracaso del Gobierno hasta el punto de que el país tuviera que ir a una asamblea legislativa. “No lo veo”, dijo el exministro, pero pronosticó que la Argentina a la que apuntaba Milei era inviable. Una nación “para pocos”, describió, más acorde con el estilo de Perú o América Central que lo que pretende esta sociedad y eso, agregó, desencadenará un rechazo general y una crisis que favorecerá finalmente al peronismo. Massa aclaró, de todos modos, que el partido necesitaba depurarse de personajes que se tomó el trabajo de enumerar: Grabois, Baradel, Moyano.

La Argentina ha iniciado un ajuste sin precedente y quienes lo escuchaban no son en algunos casos tan pesimistas. Les preocupa en todo caso la recesión, y en eso se explayaron. Bagó, por ejemplo, admitió caídas profundas en sus ventas y dijo que la demanda estaba en niveles bastante similares a los de 2002, aunque con menos incertidumbre que entonces. Estos sondeos improvisados son útiles; permiten no solo estar al tanto de la magnitud de la crisis, sino, más relevante, anticipar tal vez qué sectores se ven a sí mismos con buenas perspectivas en el caso de que Milei tuviera éxito. Hugo Eurnekian, por ejemplo, mostraba entusiasmo con las inversiones que, dijo, hizo en la producción de gas. Una de las industrias que más prometen. Braun, otro de los afectados por el desplome de las ventas minoristas, agregó sin embargo que también estaba desembolsando capital porque veía una oportunidad. Si el Gobierno abre la economía, dijo, vamos a empezar a comer más barato y de modo más decente. La idea coincide con la del Gobierno o, por lo pronto, con el entendimiento que alcanzaron el lunes las cadenas y el ministro de Economía, Luis Caputo, y que terminó en el anuncio de que se favorecería con acceso al dólar oficial a quienes importaran alimentos. Karagozian, acaso el menos optimista, anticipó que su empresa estaría probablemente muy comprometida en los próximos meses, y Grobocopatel supeditó el futuro y la liquidación de la soja al tipo de cambio y los precios internacionales.

La Argentina se juega entonces el futuro en dos frentes. Debe lograr que su dirigencia se ponga de acuerdo en leyes elementales con un presidente que hace de la disrupción una forma de gobernar mientras, al mismo tiempo, inicia un cambio drástico de régimen económico. No es casual que haya empresarios y operadores financieros siguiendo como nunca el debate parlamentario. Y que algunos hasta hayan decidido ejercer cierto proselitismo silencioso. La semana pasada, Nicolás Caputo almorzó con Massa en el comedor de las oficinas que TGLT, su constructora, tiene en Belgrano. Massa niega el encuentro con énfasis, pero hubo demasiados testigos. Caputo le planteó ahí, entre otras cosas, que su rol como dirigente de la oposición era decisivo para convencer a parte del peronismo de respaldar al Gobierno porque la Argentina necesitaba volver a crecer.

Esos son almuerzos de intereses múltiples y superpuestos y, por lo tanto, cuesta a veces descubrir un propósito nítido. ¿Caputo hablaba como referente de la construcción, una de las industrias más afectadas por el ajuste? ¿Lo hacía en nombre de sus pares de Tierra del Fuego, cuyo régimen Milei decidió hasta ahora mantener pese a las críticas y recomendaciones de aliados como José Luis Espert? ¿Trasladaba tal vez una inquietud de su amigo Macri? ¿Sabía el líder de Pro del almuerzo? ¿Massa escuchaba como miembro de la oposición? ¿Como exministro propenso al mea culpa? ¿Como asesor del fondo norteamericano Greylock Capital? El tiempo lo irá aclarando.

Milei dijo ayer que el rechazo al DNU era un escenario que esperaba. Y parece haber vuelto, por ahora, a su acto reflejo después de que retiró la “Ley de bases”: hará el ajuste desde el Poder Ejecutivo. Confía para eso en que el apretón monetario que viene aplicando haga caer “como un piano” la inflación. No bien alcanzado el objetivo, razona, la política irá acompañando. La novedad es que el mercado y muchos empresarios de la economía real le creen. Y, al contrario de lo que supone el peronismo, por las mismas razones que lo enfrentan con el establishment: ver a un presidente dispuesto a pagar semejante costo social para mantener el equilibrio fiscal es, probablemente, el mejor augurio de que esta vez podría ser distinto. “Tengo 60 años y nunca vi algo así en la Argentina”, se ilusiona un empresario.

El método de Milei y sus motivos tienen a casi todos desconcertados. Hay que entenderlo tal vez desde la procedencia y la psicología del Presidente: llegó sin una estructura partidaria y no parece, al menos hasta ahora, estar trabajando para construir un proyecto personal de poder clásico. Quienes lo tratan con mayor intimidad cuentan que, en cambio, Milei siente que cumple con un mandato para el que se preparó y al que le atribuye incluso orígenes religiosos, y que se relaciona con los distintos actores de la política en función de que le faciliten o impidan ese objetivo. Por eso le importa menos el pasado que el presente, promete tabula rasa para el futuro y fustiga a quienes le dificultan su proyecto.

“Voy a exponerlos”, le había anticipado a Luis Novaresio en mayo del año pasado, cuando el periodista le preguntó qué haría si el Congreso le trababa medidas. Es lo que viene haciendo desde que firmó el DNU. La incógnita es cuánta efectividad tendrá esa fórmula en el contexto de una sociedad cansada y acaso más ávida de que le resuelvan los problemas que de hallar culpables, y si esa dirigencia con la que no logra entenderse no le tuerce el rumbo antes de que afloje la inflación. Como dice el politólogo Pablo Touzón, el riesgo de Milei es quedarse sin sistema. Dicho de otro modo: que su gran transformación no salga de la teoría.

 

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