Hay quienes son capaces de enrostrarle al primo lo mucho que lo desprecian en medio de una animada celebración familiar, sin venir a cuento. Son los mismos que, acodados a la barra del bar, le dicen de pronto a otro parroquiano lo poco que les gusta su cara. Se trata de gente difícil. Quien suelta lo que se le pasa por la cabeza sin aplicar filtro siembra conflictos y acaba a las piñas con la mitad del género humano. En cierta medida, la civilización se sostiene en ese hiato entre pensamiento y palabra donde encallan el comentario cruel o la ofensa apresurada. La madurez llega cuando dominamos el impulso adolescente de soltarlo todo en un dudoso homenaje a la autenticidad. Lo más sabio, a veces, es callar. Sobre todo en ámbitos como la política, donde abundan los que piensan una cosa y dicen otra, o la diplomacia, donde se cultiva el arte de decir lo que ofende como si fuera un cumplido. Por eso, cuando Javier Milei toma el micrófono en un foro internacional o en una entrevista asistimos al espectáculo de un elefante que entra en un bazar. En este caso, además, se trata de un ejemplar que va directo hacia la estantería para provocar el estruendo de la vajilla contra el piso.

A esta altura parece claro que un alimento básico del Presidente –no ya de su estrategia de gobierno, sino de su psicología– son la confrontación y el caos. Es evidente también que su incontinencia verbal lo abastece de conflictos a granel. El ataque de Milei al presidente colombiano, Gustavo Petro, al que calificó de “asesino terrorista y comunista”, parece uno más en una serie que no da indicios de parar. Fiel a lo que piensa, el Presidente se expresa sin medir las consecuencias (en este caso, la expulsión del embajador argentino en Colombia y de toda la delegación diplomática asentada en Bogotá). Milei se colocó la banda sobre el pecho, pero no acaba de asumir la investidura ni la representación del país. Acaso crea que de hacerlo se asimilaría a la casta que dice combatir y por eso prefiere mantenerse en su condición de outsider. Desde allí dice lo que piensa, sin anestesia. Habla por él.

Muchos ven en la agresividad de Milei una garantía del cambio prometido, pero en él todo es un arma de doble filo

Después de veinte años de kirchnerismo (dieciséis en el poder), en los que la hipocresía contaminó la convivencia y hasta el aire que respirábamos, y en los que la mentira del relato produjo un país con la mitad de su población pobre, la “honestidad brutal” de Milei fue un factor clave en el crecimiento de su imagen. En muchos casos, se trataba de denuncias hechas sin medias tintas que tenían un efecto catártico. Venían acompañadas de insultos que, replicados en las redes, catalizaban la impotencia y la bronca de una sociedad que había sido engañada y expoliada. Hoy muchos ven en esa agresividad una garantía del cambio prometido. Pero en Milei todo es arma de doble filo: al tiempo que le ayuda a mantener el apoyo ciudadano, su artillería verbal les complica la vida a sus legisladores, que necesitan sumar votos en el Congreso para sacar las leyes; lo mismo padecen los agentes del servicio exterior. Unos y otros deben salir a poner paños fríos en las heridas que abre el Presidente, sin que eso pueda tomarse como un cuestionamiento a la palabra del líder. He visto funcionarios que, ante una pregunta periodística, se vieron obligados a defender lo indefendible con plena conciencia del brete en que estaban metidos.

Habrá intentos de poner en caja al outsider. Ya los hay, tímidos, desde distintos sectores. Pero el Presidente no parece un ser manejable. Es difícil imaginarlo como un “pobre jamoncito”, aunque necesite sostenerse en su hermana Karina. Sus actitudes, sus reacciones emocionales, vienen de lejos y parecen muy arraigadas en su personalidad. No atenderá las razones de una razonabilidad con la que no comulga y a la que identifica con una debilidad pusilánime que favorece el status quo. En la dimensión desconocida en que nos movemos, flota en el aire un interrogante esperanzado que podría enunciarse así: ¿acaso la irracionalidad cínica del kirchnerismo y el país prebendario, tan fuertemente enraizada, solo puede ser vencida por la irracionalidad bizarra del fenómeno Milei? Si fuera así, ¿a qué precio? Son muchos los que, aun sin conocer el costo, están dispuestos a pagarlo. Como si dijeran: del fondo del mar se sale como sea y después vemos.

Pero aflora una contradicción más. A diferencia de los Kirchner, Milei dice lo que piensa y no parece haber llegado al poder con la intención de hacerse multimillonario. Aun así, desde las antípodas ideológicas comparte con ellos, y sobre todo con ella, la pulsión populista de creerse dueño de la verdad y considerar enemigo a quien piensa distinto. Los extremos se tocan también en su desprecio por los tibios. Acaso por eso el Presidente parece dispuesto a pactar con el kirchnerismo para llevar al juez Ariel Lijo a la Corte Suprema. Si los hipócritas no me acompañan como quiero, me voy con los réprobos, parece decir, sin advertir, o sí, que en ese acuerdo concederá la impunidad a los autores de un latrocinio histórico. Garantizará así la supervivencia de la casta que vino a destruir. Las contradicciones del Gobierno se muerden la cola.

 

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