Días atrás asistí al encuentro de un querido amigo, Gordan Grlić-Radman, canciller de Croacia que llegó a Buenos Aires en visita oficial con su esposa y una comitiva de su ministerio. En una actividad protocolar en la Legislatura porteña pronunció un discurso en el que expresó la gratitud de su pueblo para con la Argentina que recibió generosamente la mayor colectividad de compatriotas suyos. Nombró como símbolo al célebre criminalista Juan Vucetich, creador del sistema de identificación de personas mediante huellas dactilares, reconocido con justicia, paradigma de la relación bilateral.

Mientras escuchaba a Gordan repasé una sucesión de figuras: Ljerko Spiller, entrañable maestro de violinistas. Nicolás Mihanovich, forjador de un imperio naviero. Davor Ivo Stier, diplomático y excanciller de Croacia nacido en la Argentina. Daniel Orsanic, capitán del equipo campeón de nuestra Copa Davis y así, hasta que me detuve en el nombre ilustre de Ivan Meštrović, el artista de mayor fama y trascendencia que Croacia vio nacer en su suelo y uno de los tres más grandes escultores de todos los tiempos, cuyo mejor conocimiento le debo a Daniel Sabsay (amigo de su hija radicada en la Argentina, Maritza Meštrović 1927-2023), de quien oí hablar con deslumbrante sapiencia de la obra y la vida trágica del eminente artista.

Nevaba la tarde en que visité el Atelier Meštrović en el Upper Town, barrio alto de Zagreb donde todavía hay faroleros, hombres de trajes grises que cumplen el ritual de encender una a una las linternas de las calles medievales. Era la única visitante del día. Fui recibida por la curadora del museo tras preguntar por las memorias del famoso escultor —Recuerdos de hombres y sucesos políticos— que vieron la luz en Buenos Aires en 1961, un año antes de su muerte en Indiana, Estados Unidos, y casi una década antes de publicarse en Croacia. No tenían copias de la edición porteña (tampoco la tenía su hijo, el destacado político Mate Meštrović, con quien me reuní al día siguiente), y sí unas vagas referencias de una exhibición de los años 20 en la próspera capital argentina, escala insoslayable de un circuito que comprendía toda Europa, Viena, Roma, París, Venecia, Londres y más tarde Nueva York.

Es prolífica y asombrosa la trayectoria de Meštrović pero aquí, sin rigor, mencionaré unos pocos datos: que además de escultor fue arquitecto y participante activo de la vida política de su país incluso desde el exilio durante el comunismo; que ya en su infancia, embelesado con los cuentos de los héroes eslavos y los dramas bíblicos, la poesía, la épica, los mitos de los dioses que pueblan las tradiciones de las aldeas balcánicas, creía ver en la aridez del paisaje, en las rocas, los mármoles y los granitos de los cerros dináricos, a los santos e ídolos de la historia croata que cinceló con su genio; que su inspiración colosal, repleta de monumentos a príncipes y reyes, a vírgenes y mártires, se reveló en la eternidad de la piedra, como la visión religiosa en la templanza de la madera; que revivió la influencia asiria y babilónica, que fue devoto de Miguel Ángel y amigo de Rodin; que introdujo el movimiento, la agitación y la ruptura, el primitivismo y una cierta intranquilidad en un arte europeo hastiado de la perfección formal.

Pero fue en la dulzura de sus creaciones femeninas, con la mujer como musa, virgen y madre, donde trasuntó ternura y serenidad, un amor y una dignidad de naturaleza tan superior que es por eso la imagen en mármol blanco de su propia madre sosteniendo en el regazo el libro de la historia del pueblo croata, el símbolo de identidad y protección que va estampado como sello en el pasaporte croata, un detalle que al viajero —o al diplomático como Gordan Radman por quien traigo esta historia a cuento—, le recuerda: “a donde quiera que vayas, el amor de tu patria.”

 

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