En el país más pobre de América, 11 millones de haitianos viven atrapados en una espiral de violencia e inestabilidad política signada por la industria del secuestro y la extorsión. Sin elecciones desde 2016, tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021, el primer ministro Ariel Henry se convirtió en la máxima autoridad con un mandato que vencía en febrero pasado, momento en el que deberían haberse convocado elecciones. La convocatoria quedó pospuesta hasta el año 2025, retraso que hizo estallar a las bandas armadas que decidieron unir sus fuerzas contra el gobierno.

Las pandillas atacaron en los últimos días la Penitenciaría Nacional en Puerto Príncipe, provocando al menos 12 muertes y la fuga de unos 3700 reclusos. Un aeropuerto internacional quedó totalmente paralizado, al tiempo que la academia de policía y las prisiones han sido las infraestructuras escogidas por los pandilleros para sembrar el caos y la violencia. El Gobierno decretó el último fin de semana de febrero el estado de emergencia y toque de queda.

También la compañía Caribbean Port Services (CPS), operadora del principal puerto de Haití, ubicado en la capital, anunció que cesó indefinidamente sus actividades debido a los ataques sufridos, obligada también a suspender los servicios a sus clientes. El recrudecimiento de la situación coincidió con la ausencia del primer ministro, quien había viajado a Nairobi para concretar el desembarco en la isla de una fuerza de seguridad multinacional, liderada por Kenia. La respectiva resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aprobada luego de largos meses de negociaciones y por demás demorada en su ejecución, constituía una posibilidad concreta y sólida de sumar el apoyo necesario para intentar contener la violencia desatada por narcotraficantes fuertemente armados frente a una débil fuerza policial. A poco de verse concretados tantos esfuerzos del gobierno de Henry, lamentablemente, la administración de Joe Biden cambió su política y le soltó la mano al primer ministro.

El poderoso líder de la alianza de bandas denominada Familia G9, Jimmy Chérizier, conocido como “Barbecue”, uno de los delincuentes más relevantes detrás de la escalada de violencia en el país caribeño, había amenazado con desatar una guerra civil si el primer ministro no dimitía. Si bien los problemas de Haití son profundos y desafían cualquier solución rápida, la escalada de violencia ha conseguido que Henry acepte finalmente hacerse a un lado. Bloqueado su regreso al país, desde Puerto Rico anunció el pasado lunes con un video su disposición a renunciar si se conforma un consejo de transición que designe un primer ministro interino en su reemplazo.

En este contexto es imprescindible que se garantice la seguridad de la población y se protejan los derechos de todos los haitianos, sin distinción. Es fundamental que se respeten los principios democráticos y se busquen vías de diálogo y negociación para resolver los conflictos políticos en el país, evitando así que la violencia y la confrontación se conviertan en la norma.

La estabilidad y la seguridad de la población deben ser las prioridades en medio de esta delicadísima situación. No se trata de extender una inconducente política de buenos deseos. La comunidad internacional y los líderes haitianos deben retomar la senda del trabajo conjunto para evitar más sufrimiento a un pueblo que ya ha soportado demasiado. Sin un apoyo externo concreto y eficaz, restablecer mínimamente la paz y el orden que abra el cauce a elecciones, será imposible. En medio de tan desmadrada violencia, ningún candidato podrá tampoco gobernar. ¿Alguien puede creer que un país como Haití, sin ejército ni medios económicos y con una precaria policía, tiene alguna posibilidad sin ayuda externa de erradicar a las bandas criminales del narcotráfico que han avanzado sobre el territorio? Estamos ante otro claro ejemplo de que llegar tarde obliga a pagar un alto precio.

 

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