El Prix Formentor es conocido entre nosotros porque en su primera entrega, allá por 1961, lo compartieron Borges y Samuel Beckett. Aunque los libros del argentino ya venían siendo traducidos, aquel premio que se da en Mallorca fue la piedra de toque para que sus ficciones se volvieran en otros idiomas algo más que un secreto a voces. Fue su primer gran reconocimiento internacional.

Después de 1967 (cuando lo recibió Witold Gombrowicz), el Formentor, que era un premio de editores por entonces independientes, se volatilizó. Volvió al ruedo tras un larguísimo interregno, en 2011. En la primera era lo habían ganado Carlo Emilio Gadda, Nathalie Sarraute, Saul Bellow, el alemán Uwe Johnson. La nueva versión está a la altura: entre los premiados figuran Javier Marías, Roberto Calasso, Annie Ernaux o Mircea Cărtărescu. También (el número no es menor) tres argentinos: Ricardo Piglia, Alberto Manguel y César Aira.

Este año el elegido fue el húngaro László Krasznahorkai (1954). Los premios son, bien mirados, simples accidentes, pero el Formentor parece empecinado en construir un catálogo virtual de esos autores que, aunque con muchos leales, merecen llegar a todavía más lectores.

Krasznahorkai es menos conocido en su Hungría natal que en otros países. Quizá eso se deba a su condición parcialmente nómade . Después de la caída de la Cortina de Hierro, sin dejar por completo su tierra, vivió en Alemania, en Nueva York y pasó temporadas en Japón, como reflejan sus últimos libros, un intento de escapar, según asegura, de la cultura asfixiante de Occidente.

Alguna vez a Krasznahorkai le preguntaron qué diferencias encontraba entre la Hungría comunista y la poscomunista. En la primera, dijo, la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable

Sin embargo, comenzó a publicar bajo la sombra de la censura comunista. De ahí la acidez de su primer libro, Tango Satánico, que su amigo Béla Tarr convirtió en 1994 en una no menos memorable película, en blanco y negro, de más de siete horas. La versión es un prodigio cinematográfico, pero al mismo tiempo resulta misteriosamente fiel al más difícil de los originales.

Alguna vez a Krasznahorkai le preguntaron qué diferencias encontraba entre la Hungría comunista y la poscomunista. En la primera, dijo, la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable. Su literatura es oscura, como es fácil adivinar, pero no le falta el humor de los desesperados.

¿Cómo una novela como Tango Satánico –que podía leerse como una insólita alegoría del colapso comunista– pudo ser publicada en 1985, cuando el sistema parecía todavía firme? Krasznahorkai lo atribuyó con ironía a alguna casual rencilla burocrática: tal o cual funcionario debió querer demostrarle a otro que tenía más poder que él.

Por aquel entonces, en los años ochenta, Krasznahorkai se entregaba al desorden de los sentidos, pero el producido por el alcohol . Muchos escritores húngaros (como lo muestra el pequeño clásico La muerte salió cabalgando de Persia, de Péter Hajnóczy) habían encontrado en la bebida un refugio disfrazado de bohemia, pero también una estética secreta. En cierto modo, mucho de esa alucinación etílica –Krasznahorkai es hoy abstemio– dejó su marca en esos torbellinos narrativos que, al avanzar con frases espiraladas, sin fin, van mareando la trama sin perder el rumbo. Los personajes de Tango Satánico esperan en una comunidad agrícola colectiva la llegada de Irimias, un renegado que supo trabajar para la policía secreta, que llega para rescatarlos de ese amasijo de lluvia continua y lodo pegajoso a punto de ser clausurado. ¿Adónde van? Tal vez hacia la nada misma, pero en ese trayecto el propio paisaje parece sumarse al desconcierto.

Krasznahorkai escribió otras novelas insólitas donde el desquicio es una cifra del mundo (Melancolía de la resistencia y Guerra y Guerra), pero hay en Tango Satánico –el Formentor es una buena coartada para recordarlo– algo tan encantatorio que parece condenarla a ser leída una y otra vez

 

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