Les propongo un breve experimento mental. Vamos en un avión y de pronto, en la pantalla del sistema de entretenimiento de abordo, parece Twitter. O X, si les gusta más. Luego, un tweet del capital de la aeronave. Es su cuenta personal. En la foto de perfil se lo ve junto a su propia avioneta. El tweet dice que está por aterrizar un vuelo comercial, y abre hilo, explicando las condiciones climáticas que lo aguardan, que no son favorables, y las opciones que tiene por delante, dada la aparente falla en uno de los radares meteorológicos del aeropuerto; entre las opciones está la de desviarse a otro destino. A continuación, previsiblemente, el tweet se viraliza y cientos, luego miles de personas empiezan a opinar sobre qué es mejor hacer en estas circunstancias; explotan los memes –muchos cargados de un humor siniestro–, y por supuesto hay tantos likes que ya no se sabe a quién le gusta qué. Entre tanto, el capitán informa a los pasajeros que cuando termine de leer lo que opinan las redes sociales, procederá a aterrizar.

Por supuesto, nunca jamás un piloto hará algo así. Ni en broma. Me pregunto, por lo tanto, por qué les concedemos a las redes tanta importancia en nuestra vida personal. A fin de cuentas, todos estamos volando en cielos turbulentos. Se llama vida.

 

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