El libro Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, de cuya primera edición se cumplen sesenta años, desempeñó en la sociedad argentina esa función mayéutica que las preguntas de Sócrates ejercían sobre sus alumnos: abrió miles de caminos. Una palabra como “chongo”, dicha al pasar y por primera vez con una tonalidad distinta, aún hoy sigue resonando; una interpretación de “Casa tomada”, que sorprendió al propio Cortázar, aún hoy sigue debatiéndose. Tomó elementos de la calle, los procesó y los convirtió en una obra que volvió a arrojar a la calle: podríamos decir que fundó una sociología pop. Se trata de un libro que funciona como un huracán después del cual hay que verificar qué inscripciones han quedado en pie.

Sebreli fue blanco de ataques furibundos: se lo acusaba de amateur, de silvestre, de diletante

Las herramientas con las que trabajó para analizar la sociedad fueron la observación personal, comentarios de amistades, programas de radio, novelas, revistas, la condición de flâneur y todo un repertorio detectivesco que lo había llevado a husmear en barrios y casas de la ciudad. La salida del libro, escrito a fines de los 50 y principio de los 60, coincidió con la graduación de la primera camada de sociólogos profesionales, discípulos de Gino Germani, un exiliado del fascismo. La confluencia del éxito espectacular de ventas con la irrupción de un grupo que se sentía con derecho a alambrar la disciplina produjo una súbita combustión.

Por eso el libro de Juan José Sebreli fue blanco de ataques furibundos: se lo acusaba de amateur, de silvestre, de diletante. Con desprecio, se lo asimilaba a las pseudociencias. Lo criticaban por no respaldarse en datos duros, en estadísticas. Al mismo tiempo, el libro se debatía en los cafés, en las revistas literarias y en las oficinas. Las reediciones se multiplicaban. Era la batalla entre academia y ensayismo. Eliseo Verón, discípulo de Gino Germani, blandió la representación de los científicos ofendidos y publicó un artículo incendiario en la revista Marcha de Montevideo. Un mediodía, casi medio siglo después, estábamos almorzando con Sebreli en un restorán de Palermo y, en la mesa vecina, estaba Eliseo Verón. Lo abordé y le propuse que se acercara a charlar con nosotros: rehusó. Todo un síntoma.

Sebreli replicó aquel ataque de Verón en el mismo medio. Luego Oscar Masotta, con quien Sebreli mantenía una amistad que se remontaba a las épocas del colegio secundario, terció en la polémica a favor de Verón, menos por convicción que por granjearse las simpatías del mundo académico al cual quería acceder. Ese episodio terminó para siempre con la amistad entre Sebreli y Masotta, a punto tal que una vez se cruzaron en la calle y no se saludaron.

Desde otro costado, el libro fue criticado nada menos que por quien había introducido a Sebreli en Sur: Héctor A. Murena. Representante de una sociología espritualista, Murena veía en el libro un retroceso, pues objetaba que pusiera el acento en lo económico y no en cosas tales como “el ser nacional”.

A sabiendas o no, Sebreli procede en Buenos Aires… con el mismo dispositivo interdisciplinario con que lo hacían Benjamin o Adorno

Por aquellos años Sebreli se pasaba jornadas enteras leyendo a Marcel Proust, a Thomas Mann o a Roberto Arlt y cultivaba la amistad de escritores como Bernardo Kordon. Por eso, Buenos Aires… está plagado de citas literarias más que científicas. Es un procedimiento típico de la Escuela de Frankfurt. Me dirán que el libro está más influido por el hegelo-marxismo y por el existencialismo sartreano. Me dirán que solo nombra al francfurtiano Theodor W. Adorno casi al final del libro y sin cita. También podrían alegar que en el prólogo a la reedición de 2003 sostiene que había leído distraídamente las “instantáneas” del precursor francfurtiano Georg Simmel. Nada de esto es contradictorio, sin embargo, con el hecho de que el libro usa las trivialidades y los desechos de la historia para activar “la superficie incrustada de la realidad”. No olvidemos que Robert Park, creador de la Escuela de Chicago e inspirador de la sociología urbana, cuyos libros Sebreli sí ya había leído en la biblioteca de la Facultad de Filosofía, fue discípulo de Simmel. A sabiendas o no, Sebreli procede en Buenos Aires… con el mismo dispositivo interdisciplinario con que lo hacían Benjamin o Adorno.

Las clases sociales

En el relevamiento de clases sociales el libro empieza por la burguesía, que tenía un lenguaje propio: decía colorado en lugar de rojo, comer en lugar de cenar, pelo en lugar de cabello. Sus miembros hablaban con un tono de voz nasal que les daba un pronunciamiento afrancesado. La cuestión era evitar que los de afuera pudieran entenderlos. Barrio Norte era casi un barrio cerrado, no porque hubiera una tranquera sino por una frontera más sutil: a los pobres pasar Santa Fe les daba vergüenza. A ello se sumaba que muchas zonas tenían calles intrincadas, a la europea, para que solo el que estuviera familiarizado con el barrio no se perdiera. La oligarquía tenía una forma de vestir: Sebreli recuerda que en el colegio Mariano Acosta tenían dos profesores de clase alta, Lino Palacio y Marcelo Sánchez Sorondo, y siempre discutían con Masotta cuál de los dos era más aristocrático, si Sánchez Sorondo, que vestía como un sobrio inglés, o Palacio, que era más afectado y ampuloso.

La clase media, por ser su propia clase, es la que mejor conocía Sebreli: recayeron ahí las críticas más feroces

A la vieja oligarquía agropecuaria se superpuso, en los años 50, una nueva burguesía industrial. Estos últimos tenían pasión no tanto por la Avenida Alvear sino por la Avenida del Libertador y sus adyacencias. El dinero de la vieja burguesía agropecuaria era antiguo, por eso lo gastaban con descuido; en cambio el de la nueva burguesía industrial era reciente, por lo cual constituía su fervoroso tema de conversación. El punto de fusión de ambas se dio en los clubes selectos, las grandes instituciones, los lugares de veraneo y, sobre todo, los colegios privados donde iban los hijos de ambas. Incluso algunos casamientos fueron una forma de ensamblar el dinero de los nuevos ricos con la prosapia de la vieja aristocracia.

El apogeo kirchnerista, visto a la luz del libro, produciría una torsión dramática de la clase alta: el lugar fue ocupado por una lumpen-burguesía corrupta. Dedicada a las finanzas y a la política, esta nueva oligarquía vive en Puerto Madero o en barrios cerrados, no le interesa el arte ni la ópera y sus miembros pueden incluso ser sindicalistas. Al mismo tiempo, impulsados por motivos de seguridad o impositivos, muchos empresarios que podrían asimilarse a las burguesías más tradicionales, como Marcos Galperín o Gustavo Grobocopatel, optaron por irse del país.

La clase media estaba llena de tabúes y moralinas hipócritas: exaltaba la virginidad de la mujer mientras disimulaba la promiscuidad de los varones

La clase media, por ser su propia clase, es la que mejor conocía Sebreli: recayeron ahí las críticas más feroces. Eran los que vivían en la franja central de la ciudad, Flores, Caballito, Villa del Parque, Once o Congreso, en departamentos con frentes fastuosos e interiores opacos o directamente sórdidos. Es la clase que vivía de las apariencias. Cuartos estrechos, paredes frágiles. Son personas que no tenían bienes ni producían bienes: intermediarios, oficinistas, empleados bancarios, contadores. Su parcela política fue el radicalismo yrigoyenista. Una clase que no actúa, que no quiere compromisos: su máxima es el famoso “No te metás”, con tilde en la “á”.

En aquellos años 60 la pequeño-burguesía hacía esfuerzos denodados para parecerse a la clase alta

La clase media en los años 60 dependía mucho de la mirada de los otros, de la reputación, del “qué dirán”. Al revés del proletariado, que era más desinhibido, la clase media estaba llena de tabúes y moralinas hipócritas: exaltaba la virginidad de la mujer mientras disimulaba la promiscuidad de los varones, convertía a sus hijas en falsas vírgenes que masturbaban a sus novios en el cine. Era la clase donde había más homosexuales, pero ocultos. Si bien la revolución sexual en el mundo fue en esos mismos años 60 con la minifalda y las pastillas anticonceptivas, en Buenos Aires debió esperarse veinte años más para que la situación cambiara. Recién en los 80, con el fin de la primacía de la Iglesia en la vida cotidiana, floreció la libertad. La afirmación de la sexualidad como placer independiente de la procreación y el derecho al uso del propio cuerpo sin sentimiento de culpa fue un avance espectacular.

Todo esto ha cambiado dramáticamente. Hoy la clase media quiere parecerse no a la alta burguesía sino a la clase baja o directamente al lumpen

Un aspecto particularmente interesante es la relación entre la clase media y la alta burguesía. En aquellos años 60 la pequeño-burguesía hacía esfuerzos denodados para parecerse a la clase alta: en la vestimenta, en los muebles de la casa, en el viaje a Mar del Plata o en tener “muchacha” (así llamaban al servicio doméstico), lo que le otorgaba un estatus especial ante los parientes más pobres, claro que a costa de grandes sacrificios. En igual sentido, simulaban una cultura que no tenían y a ello se debe el gran éxito de las enciclopedias vendidas a plazos entre los oficinistas. Otro rasgo de la clase media de aquellos años era el encierro doméstico: el mundo se reducía a un hogar feliz.

Todo esto ha cambiado dramáticamente. Hoy la clase media quiere parecerse no a la alta burguesía sino a la clase baja o directamente al lumpen: usan pantalones rotos como los antiguos linyeras, se tatúan como los presos, se perforan con piercing como los indígenas y escuchan música que auspicia el delito. Incluso el lenguaje chabacano y tumbero tiene más prestigio que el sofisticado: decir “flasheaste mal” predomina sobre “te impactó bien”. El dandismo no está de moda.

Lo que era impensado en los años 60, ver una mujer sola tomando café en un bar, hoy es completamente normal. Salir a comer afuera, que era inusual, hoy se ha convertido en moneda corriente para la clase media. Los consejos sentimentales de la radio fueron sustituidos por la difusión masiva de todo tipo de relaciones, incluyendo la sincronización digital del amor a través de Tinder, una suerte de Roberto Galán generalizado a escala industrial. En los últimos años, el feminismo extremo que censuró o puso bajo sospecha los piropos (“no necesito tu opinión”), las miradas indiscretas (equiparadas a violaciones simbólicas) y las propuestas amorosas en el trabajo (reputadas como acoso) ejerció una suerte de ortopedia preventiva por la cual la iniciativa pasó a ser de las mujeres más que de los hombres.

Zenón de Elea difundió las aporías. Consistían en el planteamiento de un problema, un recorrido en busca de la solución y la vuelta al punto inicial. El caso de la clase lumpen argentina tiene mucho de esa configuración. A principios de siglo XX en Buenos Aires abundaban los prostíbulos y los refugios de maleantes. Arriba de algunos cafés había habitaciones donde las meretrices recibían a sus clientes. La Boca y el Dock Sur eran lugares peligrosos. Durante la década del 20 fue el apogeo de “la mala vida”: cocaína, tráfico de drogas, trata de blancas, cabarets. La Zwi Migdal explotaba dos mil prostíbulos donde trabajaban treinta mil mujeres. Otra importante organización criminal de la época era la Maffia, comandada por Juan Galiffi, apodado “Chicho Grande”. No extraña que en ese momento proliferaran los robos y las asociaciones delictivas. Así como la clase alta tenía su glosario, los lúmpenes tenían el suyo: el lunfardo. El lumpen no quería modificar el mundo, no ponía en tela de juicio la sociedad constituida, por lo que Sebreli sostiene que su desafío en el fondo era sumisión. Incluso hubo una tradición del lumpen al servicio de la política burguesa desde la época de Juan Moreira, guardaespaldas de Adolfo Alsina, pasando luego al Gallego Julio, que reportaba a la UCR, y a Ruggerito, al servicio de los conservadores.

Todo esto cesó después del golpe militar del año 30 y la irrupción del peronismo en los 40, con una gran campaña policial “moralizadora” que cerró prostíbulos, atacó traficantes y persiguió malevos. El lumpen fue desplazado del arrabal, donde se empezaron a instalar fábricas.

Cincuenta años después, hacia fines del siglo XX, el lumpenaje reapareció. Primero de un modo precario: secuestros exprés, salideras bancarias, arrebatos de motochorros, asaltos con complicidad del taxista, “lloronas” telefónicas que simulan secuestros, entraderas a casas y viudas negras, a la vez que la ciudad se va llenando de rejas, alarmas, cámaras y puertas blindadas. Es el apogeo de los “pibes chorros” y del “fierita”, tal como lo ponen en evidencia algunas letras de cumbia.

Pero el verdadero cambio de escala se produjo en el siglo XXI. Los narcotraficantes tomaron trozos enteros de territorio, bandas como Los Monos siembran el terror en Rosario y manejan los hilos de la droga, incluso desde la cárcel. Grandes sectores del conurbano bonaerense han caído en manos de la delincuencia, muy probablemente en connivencia con la policía y la política. La imagen de un intendente peronista con una modelo en un barco, en medio del Mediterráneo, tomando champagne francés, es la punta del iceberg de un un sistema de negocios sucios articulados desde el Estado: bingos, mercados clandestinos, prostitución vip y planteles de “ñoquis”. El punto culminante de la podredumbre, tal como dan cuenta varias sentencias judiciales, es el opaco entramado de empresarios prebendarios y políticos en las adjudicaciones de obras públicas y todo un cúmulo de negocios desplegados bajo la administración de los sellos oficiales.

La última categoría que aborda el libro es la del obrero. En 1964, Sebreli cifraba en ellos alguna esperanza. Quienes vivían en un conventillo en las primeras décadas del siglo pasaron tal vez a una casa con dos patios, pero la gran migración interna de mediados de siglo y la llegada de los “cabecitas negras” a la ciudad trajo aparejado el crecimiento geométrico de las villas miseria, que pasaron a ser el hábitat natural del proletariado. Lo que Sebreli rescataba de esa clase era que realizaba cosas concretas con sus manos, transformaba la materia. Pero las formas de ocio de esta clase, el chisme, el horóscopo y el fútbol, le parecían típicas evasiones de la realidad que obturaban la toma de posición política. Con el paso de los años, Sebreli se arrepintió de ese mesianismo redentorista que había atribuido al proletariado, tal como lo señala explícitamente en el prólogo de 2003: esa clase, en cualquier caso, probó no ser el famoso sujeto de la historia que la izquierda sesentista buscaba como un eslabón perdido.

Como se ve, el libro que puso la sociología en circulación sigue creciendo y ramificándose en el imaginario colectivo, permitiendo nuevas interpretaciones ante las mudanzas de la realidad. En definitiva, como alguna vez sostuvo Beatriz Sarlo: si esa batalla intelectual tan encarnizada entre la academia, representada por Gino Germani, y el ensayismo, encarnado por Sebreli, pudiera resignificarse como la disputa entre academia y público, entre aulas y lectores, deberíamos aceptar que la victoria está del lado de Sebreli.

 

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