¿Alguna vez te has preguntado por qué los satélites, esos dispositivos tecnológicos que orbitan silenciosamente nuestro planeta, no caen a la Tierra? Se trata de un efecto que requiere una cuidadosa y detallada planificación científica y que une en perfecta armonía las leyes de la física y la ingeniería espacial.

Y es que, desde los primeros cohetes creados para la experimentación hasta la red interconectada de satélites que rodea el planeta, la historia de la exploración espacial ha supuesto una completa odisea. El punto de partida se remonta a la década de 1950, cuando la Guerra Fría impulsó la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética por la supremacía espacial. El Sputnik 1, fabricado por esta última potencia, marcó un hito al convertirse, el 4 de octubre de 1957, en el primer satélite artificial de la historia. El logro fue seguido de otros éxitos, como el del vuelo de Yuri Gagarin, el primer ser humano en orbitar la Tierra en 1961, o la llegada del Apolo 11 a la Luna en 1969.

GRAVEDAD, FUERZA CENTRÍPETA E INERCIA

Sin embargo, para alcanzar todos esos hitos espaciales, es necesario un gran desarrollo físico, matemático e ingeniero detrás. Y es que, solo con los cálculos adecuados es posible determinar qué punto de la órbita terrestre es el que combina a la perfección las características necesarias para albergar a un satélite. Pero, ¿cuáles son esas condiciones exactamente?

Pues bien, debemos tener en cuenta que, al lanzar un satélite al espacio, este debe adquirir una velocidad lo suficientemente alta como para vencer la fuerza de gravedad que lo atraería de nuevo hacia la superficie. Ahora bien, la clave está en proporcionarle exactamente la velocidad que lo permita llegar al punto elegido de la órbita, aquel donde su velocidad sea tangencial al planeta y, por lo tanto, se genere una fuerza centrípeta en dirección contraria.

Esta se trata de una fuerza que aparece en los movimientos circulares y que “tira del objeto hacia afuera”. ¿Reconoces la sensación de que algo te intenta separar cuando coges de las manos a alguien y comienzas a girar? Pues bien, eso justo es la fuerza centrípeta. En el caso de los satélites, cuando estos alcanzan el punto en el que su velocidad es horizontal, se consigue crear un movimiento circular en el que se equilibran la sensación de gravedad y la famosa fuerza centrípeta: ahí es justamente donde el satélite consigue mantenerse en órbita.

Finalmente, directamente ligada a este movimiento, aparece la inercia, es decir, la tendencia de un objeto a mantener su estado de movimiento actual. En los satélites, es esa inercia la que hace que el satélite se impulse desplazándose a una velocidad constante, como resultado del equilibrio dinámico que han creado conjuntamente la fuerza gravitatoria y la velocidad tangencial.

EL SOL: UN FACTOR DETERMINANTE

Ahora bien, como te imaginarás puede haber ciertos factores capaces de alterar esta perfecta sintonía y, uno de ellos, es el Sol. Y es que, ¿sabías que el propio campo magnético solar puede afectar a la órbita del satélite en órbita baja. Esto es debido a que, en ciertas alturas, el viento solar puede llegar a influir en la trayectoria del satélite.

El Sol aporta un extra de energía a la atmósfera en las épocas en las que está más activo, es decir, durante los momentos de “tormenta solar”. Bajo estas circunstancias, las capas de la atmósfera con menor densidad se mueven hacia arriba y son reemplazadas por las que estaban más por debajo, más densas. Así, ciertos satélites que se encuentran orbitando la Tierra en órbitas bajas pueden verse afectados por este fenómeno: si su altura cambia pero no lo hace su velocidad, la componente de la fuerza centrípeta dejará de ser la adecuada para equilibrar la gravedad y el satélite caerá de forma difícilmente evitable.

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