Los dinosaurios despertaron pasión desde el mismo momento de su descubrimiento a mediados del siglo XIX. A veces, incluso demasiada. Así sucedió pocas décadas después, entre 1877 y 1892, cuando dos paleontólogos estadounidenses libraron una lucha sin cuartel por encontrar y nombrar cuantas más especies de dinosaurios mejor: un período que se llamó “la Guerra de los Huesos”, un nombre que puede sonar exagerado pero que resulta bastante acertado.

Estos hombres eran Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope, dos científicos cuya rivalidad traspasó de lejos los límites de la sana competencia profesional. Ambos intentaron por todos los medios posibles superar al otro y, no contentos con ello, se acusaron, ridiculizaron y sabotearon en cada ocasión posible. Su obsesión por superarse mutuamente les llevó a dilapidar su patrimonio y poner en riesgo su salud.

De compañeros a enemigos

Marsh y Cope se conocieron en Berlín en 1864 y, en un principio, se cayeron bien; un comienzo que para nada hacía presagiar cómo terminaría su relación. Ambos compartían la pasión por los fósiles y por los dinosaurios, aquellos reptiles prehistóricos que habían sido descubiertos apenas un par de décadas antes por la comunidad científica.

Pero esa buena relación se truncó a partir de una expedición de búsqueda de fósiles en Nueva Jersey en la que ambos participaron en 1869. Al terminar la expedición, Marsh, que había conseguido el cargo de director del Museo Peabody de Historia Natural – vinculado a la Universidad de Yale y fundado por su propio tío –, sobornó a los trabajadores de los pozos para que le enviaran los fósiles que encontrasen más adelante, a escondidas de Cope. Este, al enterarse, empezó a excavar en los estados de Kansas y Wyoming, que Marsh consideraba su coto privado de búsqueda.

Este fue solo el principio de una larga serie de sabotajes mutuos y juego sucio que se perpetuó hasta el fin de sus carreras: al terminar una campaña echaban tierra de nuevo sobre el área excavada para dificultar el trabajo del otro, sobornaban a miembros de sus respectivos equipos para robarse fósiles mutuamente, infiltraban a gente en el equipo de su rival para sabotear sus trabajos… Marsh llegó a cerrar un trato con el jefe lakota Nube Roja, que le garantizaba que no dejarían entrar a Cope y sus hombres en territorio sioux a cambio de que representase los intereses de los nativos en Washington.

Su rivalidad les llevó a dilapidar su patrimonio para financiar sus búsquedas de fósiles, al tiempo que intentaban sabotear las del otro mediante sobornos. Cope, que procedía de una familia acaudalada, estuvo a punto de caer en bancarrota, tuvo que vender parte de su colección de fósiles y alquilar una de sus casas; mientras que Marsh, que había heredado una gran fortuna de su tío George Peabody, tuvo que hipotecar su vivienda y pedir ayuda económica a la Universidad de Yale.

La fama, pero a qué precio

A decir verdad la paleontología les debe mucho a Marsh y Cope y a su tóxica rivalidad, ya que gracias a ella el estudio de los dinosaurios avanzó a pasos agigantados en apenas dos décadas. Marsh describió un total de 80 especies de dinosaurios y Cope otras 56. Entre los dos reunieron toneladas de fósiles, que acumulaban en cajas y llenaban casas enteras porque simplemente no tenían tiempo suficiente para estudiarlos todos.

Sin embargo la prisa es mala consejera y su afán por ser más que el otro les jugó malas pasadas. Más de una vez montaron mal los esqueletos, juntando partes de dinosaurios distintos y nombrando especies inexistentes, o bien colocando los huesos donde no debían. Esto les proporcionaba material para atacarse mutuamente, ya que aparte de sabotearse dedicaban grandes esfuerzos a desprestigiarse el uno al otro ante la comunidad científica.

Todo empezó cuando Marsh humilló públicamente a su rival con un artículo en el que explicaba que Cope había montado un esqueleto de elasmosaurio colocando la cabeza en el lugar de la cola, a lo cual este reaccionó gastándose una fortuna en comprar todos los ejemplares posibles de la revista para evitar que la gente leyera dicho artículo. A partir de ahí su enemistad escaló rápidamente y alcanzó niveles realmente obsesivos, hasta el punto que Cope guardaba en un cajón de su escritorio una memoria de todas las equivocaciones de Marsh.

Esta rivalidad sin cuartel terminó cansando a sus colegas de profesión e incluso a sus propios colaboradores, que estaban hartos de aquella actitud infantil. Incluso cuando ambos se retiraron de la búsqueda activa de fósiles para dedicarse a la geología académica, siguieron atacándose en cada ocasión que podían y llegando incluso a acusarse públicamente a través de los periódicos. Finalmente la comunidad científica optó por ignorarlos, ya que sentían que su guerra abierta estaba minando el prestigio de la paleontología.

Ni siquiera la muerte de Cope en 1897 puso fin a su rivalidad, ya que la última voluntad del paleontólogo fue donar su cuerpo a la ciencia con una condición: que midieran su cráneo, con la esperanza de que este fuese mayor que el de Marsh, lo cual supuestamente demostraría que él era más inteligente. Y por supuesto, cuando Marsh murió dos años después, hizo lo mismo: que ni siquiera muerto se pudiera decir de él que no había aceptado un último desafío de su histórico rival.

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