Hace 66 millones de años, la era de los dinosaurios y otros grandes reptiles llegó a su fin. El Límite Cretácico-Paleógeno, como así se conoce a aquella extinción masiva, dejó atrás un planeta devastado con tres cuartas partes de la vida animal y vegetal perdida para siempre. Pero la vida siempre encuentra un camino, y la Tierra nuevamente se recuperó.

Empezó así un nuevo período geológico, el Paleógeno, que duró casi 40 millones de años y que es uno de los más interesantes en la historia de nuestro planeta, ya que vio evolucionar y prosperar a dos nuevos tipos de criaturas que habían vivido a la sombra de los dinosaurios: las aves y los mamíferos, que heredaron y regeneraron un mundo devastado.

El mundo después de los dinosaurios

Después del cataclismo, la gran mayoría de los ecosistemas habían quedado severamente diezmados, pero esto era también una oportunidad para los supervivientes de la extinción. En el reino animal estos eran animales pequeños – sobre todo mamíferos y aves –, mientras que las plantas estaban representadas por una abundancia de helechos.

Una vez superado el evento de extinción, el clima fue muy cálido durante millones de años. Los bosques tropicales cubrían una gran parte del planeta, mientras que los subtropicales se extendían prácticamente hasta los polos. Era además un clima muy estable con pocas fluctuaciones estacionales, lo cual para los herbívoros equivalía a un bufé libre. Esto permitió que los animales crecieran rápidamente de tamaño.

El Paleógeno se divide a su vez en tres épocas: el Paleoceno (hace 66-56 millones de años), el Eoceno (56-34 millones de años) y el Oligoceno (34-23 millones de años). El primero corresponde al período de recuperación posterior a la extinción masiva; el segundo es la época de mayor diversificación de especies; y el tercero se caracteriza por un nuevo cambio en los ecosistemas.

El ascenso de los mamíferos

Uno de los grupos que más se favorecieron de la desaparición de los dinosaurios fueron los mamíferos. Su origen se remonta a finales del Triásico y es casi simultáneo al de los grandes reptiles, que finalmente dominaron el planeta durante millones de años obligando a los mamíferos a vivir a su sombra.

El evento de extinción cambió radicalmente esto, especialmente por la desaparición de la mayoría de depredadores. Al principio del Paleógeno ningún mamífero era más grande que un roedor, pero a finales de este período muchos ya eran de la talla de un perro y algunos habían alcanzado el tamaño de una vaca. Pero más que el crecimiento, hay que destacar la diversificación.

En los mamíferos de finales del Paleógeno ya podemos reconocer formas familiares que los identifican como ancestros de las familias animales actuales: équidos, ungulados, roedores, félidos, cánidos, primates, cetáceos… Esta variedad se debió sobre todo a la fragmentación de las masas terrestres y a la formación de barreras geográficas como mares y cordilleras, que favorecieron que los animales evolucionasen de forma distinta debido al aislamiento geográfico.

Se produjo, además, un fenómeno evolutivo muy importante: la división entre los mamíferos placentarios y los marsupiales. Este parece haber sido propiciado por la presencia en los ecosistemas australes de grandes depredadores y por una fluctuación estacional más marcada: el método reproductivo de los marsupiales entraña un menor riesgo para la madre, ya que la gestación interna es más breve y consume muchos menos recursos, por lo que en caso de necesidad puede “deshacerse” de la cría para sobrevivir, al contrario que los placentarios, que deben llevar la gestación hasta el final, lo cual pone a la madre en una situación vulnerable durante más tiempo.

El planeta de las aves

El otro grupo que prosperó enormemente durante el Paleógeno fueron las aves, que se habían desarrollado durante el Cretácico y habían llegado a desplazar a los pterosaurios de menor tamaño. La desaparición total de los grandes reptiles les permitió ocupar una gran variedad de nichos ecológicos y, en algunos casos, convertirse en los animales dominantes. Dos grupos en particular destacan: las aves marinas y los llamados “pájaros del terror”.

El primer grupo se benefició de que los mares, igual que la tierra, habían quedado “limpios” de depredadores de gran tamaño. Durante el Paleógeno se diversificaron los pájaros palmípedos, que vivían en ecosistemas litorales o en islas y que tenían una abundancia de pescado a su disposición. Pero sobre todo fue la época de esplendor de los pingüinos, completamente adaptados a la vida acuática; a principios del Paleógeno, hace entre 60 y 56 millones de años, vivió la especie de pingüino más grande que se conoce: Kumimanu fordycei, que podía alcanzar 1,60 metros de altura y pesar alrededor de 160 kilos.

Pero incluso este pingüino gigante palidece al lado de las bien llamadas “aves del terror”. Conocidas científicamente como fororrácidos, fueron un grupo de aves que podían alcanzar los tres metros de altura y que eran los mayores depredadores en lo que hoy es América del Sur. Eran corredores veloces y poseían grandes garras en las patas que probablemente usaban para derribar e inmovilizar a sus presas antes de rematarlas con su pico grande y afilado. Algunos de estos “superpájaros” vivieron hasta hace apenas 2 millones de años.

La Gran Ruptura

El Paleógeno fue, desde el punto de vista climático, un periodo bastante estable, con solo una fluctuación importante hace unos 34 millones de años. En ese momento se produjo un evento conocido como la Gran Ruptura de Stehlin, que puso a prueba la capacidad de adaptación de las criaturas nuevas que habían repoblado el planeta.

A causa de la deriva continental las masas terrestres se fueron fragmentando a lo largo del Paleógeno, especialmente en el Hemisferio Sur. Esto acentuó la corriente circumpolar antártica, agua fría que fluye alrededor de este continente, provocando la formación de los casquetes polares y un enfriamiento global.

La consecuencia de esto fue que los climas en gran parte del planeta, pero sobre todo en los trópicos, se volvieron más estacionales. Muchas especies animales estaban habituadas a un clima constante que les proveía de comida y agua durante todo el año, y las que no consiguieron adaptarse a un mundo con estaciones más marcadas no lograron sobrevivir.

Esto provocó una nueva gran extinción, aunque de menor impacto que las anteriores, y afectó sobre todo a los mamíferos, que debieron ajustar sus ciclos de vida para hacer coincidir los partos con las épocas de mayor abundancia como la primavera. Los paisajes también cambiaron: en los trópicos prosperaron los bosques caducifolios y en las latitudes más altas las coníferas, dando lugar a una mayor diferenciación entre los biomas y la fauna desde el ecuador hasta los polos.

Otra consecuencia de la formación de los casquetes polares fue la disminución del nivel de los mares, abriendo nuevos pasos entre masas continentales que habían permanecido separadas durante millones de años. Esto supuso que muchas especies que habían prosperado en ecosistemas aislados se encontraron de repente con nuevos competidores y algunas sucumbieron a esta competencia.

Durante el Oligoceno, la época final del Paleógeno, las temperaturas volvieron a subir, pero no lo suficiente como para revertir los cambios profundos que habían experimentado los ecosistemas. El mundo, como siempre, seguía cambiando y quienes lo habitaban solo podían intentar seguirle el paso; como decía Darwin, no sobrevivieron los más fuertes ni los más inteligentes, sino los que mejor se adaptaron al cambio.

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