Los bosques están llenos de sorpresas. Y no, no hace falta entrar en historias de monstruos o hadas que los habitan, la ciencia nos muestra partes de estos ecosistemas que escapan a nuestro entendimiento. Con que nos paremos un rato a observar, podremos ver auténticas maravillas de la naturaleza y las preguntas empezarán a llenar nuestra mente.

Alzando la vista podremos notar las denominadas “grietas de timidez botánica”, o cómo las copas de los árboles no se tocan entre ellas. Este efecto permite deleitarnos con una cubierta verde y aparentemente rota. Si movemos la mirada hacia abajo, podremos ver un poderoso tronco que ha crecido a lo largo de los años a partir del dióxido de carbono del aire y de los minerales del suelo. Y es ahí, bajo la tierra, donde los árboles, y el bosque, esconden algunos de sus fantásticos secretos.

Un paseo por el bosque

Cuando el botánico Sebastian Leuzinger se encontraba de ruta con su amigo y colega Martin Bader por un bosque de Nueva Zelanda, su mirada se posó en un árbol. Por sus conocimientos sabía que se trataba de un kauri (Agathis australis), un árbol endémico de la región que puede superar los 50 metros de altura y vivir más de 2000 años. La majestuosidad de este árbol se muestra en especímenes como el Tāne Mahuta, que en el idioma maorí significa “señor del bosque”, y que tiene un lugar muy especial en la cultura de la región.

Pero hacía tiempo que había pasado el momento de gloria y máximo esplendor del árbol que estaban viendo. Lo que realmente estaba observando Sebastian era un tocón, es decir, el resto de tronco anclado al suelo que queda cuando un árbol cae. El tocón no parecía nada fuera de lo común; un cilindro de apenas medio metro que sobresalía del suelo y que, probablemente había servido de descanso para las posaderas de muchas de las personas que hubiesen ido a dar un agradable paseo por el bosque. Pero los ojos expertos de Sebastian podían ver algo más. Ese tocón escondía un secreto que lo volvía extraordinario: Vida.

El misterio del tocón vivo

El kauri que estaban observando Sebastian y Martin probablemente había caído hacía mucho tiempo. Tanto, que sus hojas, sus ramas y el resto del tronco habían desaparecido en su totalidad. Ese tocón no podía seguir con vida por sí mismo, por lo que los investigadores, presas de la curiosidad, trataron de encontrar una explicación. Tras tomar muestras del kauri, pusieron su mirada en los árboles de los alrededores. Si ese tocón no podía vivir por sí mismo, había alguien que lo estaba cuidando, y los árboles vecinos eran todos sospechosos.

Mediante instrumentos especializados, midieron el flujo del agua en el tocón y en los árboles colindantes. Estos movimientos de líquidos están influenciados por muchos factores, como la presencia de luz solar, la temperatura y las precipitaciones, y les permiten a los árboles disponer de los nutrientes necesarios para su crecimiento. Tras colocar el aparataje y monitorizar los niveles durante unas semanas, los datos recogidos mostraban una clara conexión entre los habitantes inmóviles del lugar. Cuando la savia se movía más rápido en los árboles vivos, la velocidad del agua del tocón disminuía y, al contrario, cuando más lento se movía en los árboles, más rápido fluía en el tocón. Así conseguía el tocón mantenerse con vida.

Como comentábamos al principio del artículo, el suelo del bosque nos oculta parte de sus secretos. Tras analizar las raíces observaron que se encontraban conectadas entre ellas, un hecho que ya se conocía en otros árboles de distintas especies. Esto explicaba que el tocón siguiera vivo. Pero responder a la pregunta generaba otras igual de interesantes. ¿Por qué querría el bosque mantener un tocón con vida? ¿Qué beneficios le aporta? De nuevo, la respuesta está escondida bajo tierra.

Un gran organismo

El fenómeno que observaron Sebastian y Martin no es único en el mundo. Se conocen tocones vivos de diferentes especies, y algunos extraordinariamente longevos, como el tocón de un haya (Fagus sylvatica) que se cree que fue cortada hace 500 años. Esto permite suponer dos escenarios: o los árboles no saben detectar que uno de sus miembros ha caído y cómo desconectarse de él o que, efectivamente, hay alguna ventaja en mantener a los tocones vivos.

Sosteniendo esta segunda hipótesis encontramos el fascinante mundo de las micorrizas. Las micorrizas son hongos se encuentran en una relación simbiótica con las raíces de los árboles. Esta relación ofrece un beneficio mutuo, ya que las raíces aportan azúcares y otros nutrientes, y los hongos transforman los minerales y el material en descomposición del suelo en compuestos útiles para los árboles. Cuanto mayor y más diversa es la red de micorrizas que nutre las raíces de los árboles, el ecosistema se vuelve más resiliente a los cambios y, por ello, puede resistir mejor a las inclemencias del tiempo y otros desastres.

Las raíces de los tocones vivos también forman parte de esta red de árboles y hongos, ya que se encuentran conectados. Es por esto por lo que una de las hipótesis es que su mera presencia ayuda a extender la red de raíces, permitiendo que más micorrizas se unan a los árboles, lo que se traduce en un beneficio para el conjunto del bosque. Por esto, puede que sea beneficioso para el bosque mantener con vida a sus miembros caídos.

En este estudio está muy presente la frase de que los árboles pueden no dejar ver el bosque. Tratando a los árboles individualmente solo se puede estudiar una parte de un superorganismo donde todos sus miembros están conectados. Estas conexiones involucran distintos organismos, que en su conjunto forman un ecosistema con una infinidad de miembros. Así que cuando demos el próximo paseo por el bosque podríamos pensar que estamos entrando en un mundo que está vivo y del que no comprendemos toda su complejidad. Una vez dentro, recordemos mirar arriba, a los lados y al suelo, porque, poniendo suficiente atención, podremos adentrarnos en los secretos que estos árboles nos ocultan a simple vista.

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