Que estamos hechos de bacterias es un hecho. En efecto, más de la mitad del cuerpo humano no es humano, sino bacteriano: un universo de nada más y nada menos que 39 billones de microorganismos vive dentro de nosotros, y todos cumplen funciones fundamentales que hacen posible la vida. 

Tanto es así que podríamos decir que las personas albergamos una biodiversidad equiparable a la del planeta, pero en nuestro interior. Y es que tenemos millones de ecosistemas microscópicos en cada uno de los rincones del cuerpo, constituidos incluso por organismos cuya existencia todavía desconocemos. En ese sentido, el tracto intestinal es el conjunto de órganos que concentra la mayor diversidad de bacterias. Algo así como una selva amazónica del cuerpo humano.

El cuerpo humano alberga 39 billones de microorganismos.

El buen funcionamiento del sistema digestivo y, en general, de todos los aparatos que componen nuestro cuerpo, depende del equilibrio de la microbiota. Y con respecto al intestino y al estómago, una ligera alteración en la naturaleza o la proporción de las bacterias puede desencadenar problemas que van desde úlceras hasta enfermedades graves. 

Es el caso de la infección por helicobácter (Helycobacter pylori) o el SIBO, dos ejemplos de disfunción del aparato digestivo que están acaparando la conversación en redes sociales, y no particularmente porque se den ahora más que antes, sino porque se han sofisticado las técnicas médicas que facilitan su diagnóstico.

HELICOBÁCTER Y SIBO: ¿QUÉ DEBEMOS SABER SOBRE ELLOS?

Aunque ambas infecciones se relacionan en muchos aspectos, no se producen en el mismo punto del aparato digestivo. El helicobácter es una bacteria que se instala en el estómago y hace aumentar la secreción de ácidos, dañando su revestimiento, lo que hace que no se absorban los nutrientes de forma correcta y pueda conducir a la aparición de úlceras pépticas. En cambio, el sobrecrecimiento bacteriano del intestino delgado (SIBO, por sus siglas en inglés) es una afección caracterizada por la acumulación de bacterias innecesarias en el intestino delgado, causada por una ralentización del paso de alimentos y nutrientes. 

Lo que puede dificultar el diagnóstico de estas patologías es la similitud en los síntomas que ocasionan, que son:

Dolor y ardor abdominalHinchazónSensación incómoda de saciedadPérdida de apetitoPérdida de peso involuntaria

Sin embargo, la mayor diferencia entre ambas es el carácter contagioso del helicobácter, un descubrimiento de los investigadores Barry J. Marshall y J. Robin Warren que se llevó el Nobel de Medicina en 2005. Se calcula que el 50% de la población mundial tiene helicobácter en su estómago, aunque no en todos los casos se presenten síntomas. La bacteria puede transmitirse a través de agua o alimentos contaminados, y también mediante el contacto con saliva, vómito o heces infectadas. 

¿CUÁL ES EL TRATAMIENTO?

Lo que destacan los especialistas a la hora de tratar estas patologías es la importancia de una detección temprana. Antes de que se presenten mayores complicaciones -como la aparición de úlceras, gastritis, o incluso cáncer de estómago-, el helicobácter puede ser tratado con antibiótico y una dieta que consista en la restricción de ciertos alimentos, con una posterior adición progresiva de los mismos. Por el contrario, el SIBO supone un obstáculo menor: puede aparecer en varias ocasiones a lo largo de la vida y nuestro organismo suele ser capaz de reajustar el equilibrio por sí solo, aunque es recomendable ponerse en manos de un especialista.

Un diagnóstico tardío podría conducir a la derivación en infecciones graves como la hipovitaminosis o la osteoporosis, en el caso de las personas con niveles avanzados de SIBO. Pero, por suerte, en pocas ocasiones suele llegarse a este punto porque, como indican los expertos, se están introduciendo técnicas para descartar o confirmar de forma más precisa que se trata de una enfermedad y no de otra.

Eso sí, todavía queda mucho por investigar en materia de infecciones gastrointestinales, si se tiene en cuenta que hay varios factores que influyen indirectamente en cómo nuestro cuerpo tolera y descompone los alimentos, más allá de las causas principales que provocan la aparición de estas bacterias. 

Por ejemplo, los expertos ya hacen hincapié en la estrecha relación cerebro-intestino: el estrés y la ansiedad pueden provocar alteraciones en la microbiota intestinal, haciéndola más susceptible de presentar infecciones por agentes bacterianos. Y del mismo modo, el aumento de las temperaturas puede comprometer la seguridad alimentaria y facilitar la proliferación de bacterias que lleguen a los productos que consumimos. 

Por ello, en un mundo que mejora a pasos agigantados en términos de salud y ciencia, es necesario poner el foco en aquellas patologías que pueden ser resueltas sencillamente antes de que deriven en diagnósticos más complejos y, de esta forma, proteger a estas pequeñas inquilinas que controlan nuestro cuerpo: las bacterias.

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