«Si hay algo que la historia de la evolución nos ha enseñado es que la vida no tiene barreras. La vida se expande a nuevos territorios y choca contra las barreras dolorosamente, tal vez incluso de forma peligrosa, pero… la vida siempre encuentra un camino”. Con estas palabras definía la vida el doctor Ian Malcolm, el talentoso matemático especializado en la teoría del caos interpretado por el actor Jeff Goldblum en Parque Jurásico. 

En el mundo real; en el laboratorio del biólogo evolutivo Jay T. Lennon, profesor del Departamento de Biología de la Facultad de Artes y Ciencias de la Universidad de Indiana en Bloomington, no hay velociraptores. Tampoco tiranosaurios ni otros dinosaurios de ensueño. Sin embargo, lo que Lennon y su equipo acaban de demostrar es que, tal y como expresaba Malcolm en la película, la vida siempre encuentra un camino, por sorprendente o complicado que parezca. 

Lo que el equipo de investigación de Lennon ha estado estudiando son las llamadas células mínimas, un concepto puramente teórico del cual no podemos encontrar ejemplos en la naturaleza, pero fundamental en biología sintética, y que puede definirse como una célula dotada con el mínimo número de genes para que esta funcione en presencia ilimitada de nutrientes. Dicho de otra manera: una célula reducida artificialmente a su mínima expresión genética funcional. 

Sin embargo, lo excepcional de este tipo de células, y lo que acaba de descubrir el equipo de Lennon, es que pueden evolucionar tanto o más rápido que una célula normal, lo que demuestra, por simples que resulten, la capacidad de adaptación de los organismos, incluso de aquellos con un genoma no natural que aparentemente proporcionaría poca flexibilidad. Sus resultados se recogen en un estudio publicado recientemente en la revista Nature bajo el título Evolution of a minimal cell.

En Evolución, complejidad no siempre es eficiencia

“Parece que hay algo en la vida que es realmente sólido”, declara Lennon. «Podemos simplificarla hasta lo esencial, pero eso no impide que la evolución funcione». Para llegar a esta conclusión el equipo liderado por el científico estudió el organismo sintético Mycoplasma mycoides JCVI-syn3B, una versión minimizada de la bacteria parasitaria M. mycoides, la cual se encuentra comúnmente en las entrañas de las cabras y otros rumiantes.

Durante milenios, esta bacteria, al igual que otros organismos parasitarios, ha perdido de manera natural muchos de sus genes primordiales a medida que evolucionaba para depender de su huésped para la nutrición. 

Los investigadores del Instituto J. Craig Venter en California decidieron ir un paso más allá, y en 2016 eliminaron el 45% de los 901 genes del genoma natural de M. mycoides, reduciéndolo al conjunto más pequeño de genes necesarios para la vida celular autónoma. Con 493 genes, el genoma mínimo de M. mycoides JCVI-syn3B es el más pequeño de todos los organismos de vida libre conocidos. Uno bastante simple si tenemos en cuenta que muchos genomas animales y vegetales contienen más de 20.000 genes.

En principio, un organismo tan simple como Mycoplasma mycoides JCVI-syn3B poseería solo el número mínimo de genes esenciales para la vida. Esto contaría con la desventaja hipotética de que cualquier mutación en dicho organismo podría resultar letal para las células, suponiendo restricciones a la evolución. «Los organismos con genomas optimizados tienen menos objetivos sobre los que puede actuar la selección positiva, lo que limita las oportunidades de adaptación», explica Lennon. “En el genoma de M. mycoides JCVI-syn3B cada gen resulta esencial», continúa. «Se podría suponer que no hay margen de maniobra para las mutaciones, lo que podría limitar su potencial para evolucionar».

Con 493 genes, el genoma mínimo de M. mycoides JCVI-syn3B es el más pequeño de todos los organismos de vida libre conocidos

M. mycoides JCVI-syn3B, como otras células mínimas, pueden crecer y dividirse en condiciones de laboratorio de manera eficiente; sin embargo, Lennon y sus colegas querían saber cómo respondería una célula mínima a las fuerzas de la evolución en un ambiente con materias primas limitadas y sobre el que podría operar la selección natural. 

Para averiguarlo, los investigadores cultivaron la cepa de M. mycoides JCVI-syn3 en el laboratorio y la permitieron evolucionar libremente durante 300 días, el equivalente a 2.000 generaciones bacterianas o unos 40.000 años de evolución humana. Después compararon los resultados con cultivos de M. mycoides original, descubriendo que a la bacteria mínima que había evolucionado durante 300 días le fue mucho mejor, recuperando toda la aptitud que había perdido debido a la racionalización del genoma. 

Posteriormente los investigadores identificaron los genes que más habían cambiado durante la evolución. Algunos de estos genes estuvieron involucrados en la construcción de la superficie de la célula, mientras que las funciones de varios otros aún se desconocen. La investigación realizada por Lennon y su equipo demuestra el poder de la selección natural para optimizar rápidamente la aptitud en el organismo autónomo más simple y sus implicaciones en la evolución de la complejidad celular. En otras palabras, demuestra que la vida siempre encuentra un camino.

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