La vida se sustenta en un equilibrio entre las acciones que debemos realizar en nuestro día a día y la capacidad que tenemos de llevarlas a cabo. Para poder cumplir con estas acciones, nuestro cuerpo necesita energía. Así, el cerebro se encarga de hacer que sintamos hambre, de impulsarnos a comer, para conseguir, mediante los alimentos ingeridos, esa energía.

Todo lo que supera la cantidad de energía que necesitamos, se acumula en nuestro organismo en forma de grasa. Pero una alimentación insuficiente o poco variada nos puede causar enfermedades, igual que sucede con el consumo excesivo.

Por eso, nuestro cuerpo regula lo que comemos en función de lo que gastamos, generando un equilibrio dinámico que se mantiene gracias a la sensación de hambre y la sensación de saciedad. La pregunta clave es, ¿cómo funcionan estas sensaciones en nuestro cerebro? ¿De dónde surgen las ganas de comer?

El sistema límbico, la torre de control del apetito

El principal encargado de organizar nuestra conducta alimentaria, es decir, de inducirnos a comer, es el sistema límbico. Cada una de sus estructuras, vinculadas al instinto de supervivencia, cumple su propia función.

En primer lugar, está el hipocampo, la parte del sistema límbico que nos recuerda que debemos comer. El hipocampo es el centro gestor de la memoria y de la experiencia y hace que asumamos el comer como un hábito.

El sistema límbico es el principal encargado de organizar nuestra conducta alimentaria.

Luego está el tálamo, que despierta nuestro apetito. El tálamo es la parte del cerebro encargada de promover la atención ante los estímulos, así, permite que mantengamos la atención focalizada y estimula la motivación, que es necesaria para conservar nuestras conductas alimentarias a lo largo del tiempo.

Las amígdalas son las que nos generan emociones positivas al ver, oler o comer alimentos. Al activarse, hacen que disfrutemos de la comida. Por eso decimos que las amígdalas son las que nos recompensan por comer.

Por último, está el hipotálamo, el responsable de gestionarlo todo. El hipotálamo organiza, en función de las necesidades energéticas del organismo, a todas las demás partes y se encarga de regir nuestro metabolismo.

Tres segundos después de probar un alimento, el cerebro alcanza los valores máximos de activación emocional.

El hambre contra la saciedad

Además del cerebro, hay otro órgano que juega un papel crucial en este proceso: el estómago. En este se encuentran la ghrelina y la leptina, las dos hormonas encargadas de regular la sensación de hambre y la sensación de saciedad.

Cuando tenemos el estómago vacío, unas células especializadas en él segregan ghrelina y esta hormona le transmite al cerebro la necesidad de comer. De esta manera, antes de las comidas, los niveles de ghrelina aumentan considerablemente.

La ghrelina y la leptina son las hormonas encargadas de regular la sensación de hambre y la de saciedad.

Por el contrario, cuando tenemos el estómago lleno, la grasa corporal segrega leptina, la hormona que le indica al cerebro que debe reducir el apetito. Cuanta más grasa se tiene, más leptina se segrega, aunque se ha observado que las personas obsesas suelen ser insensibles a ella.

Entre una y dos horas antes de sentir la necesidad de comer, nuestro organismo ya empieza a liberar ghrelina lentamente. Sin embargo, su concentración disminuye de manera drástica tras haber comido. Por el contrario, la leptina alcanza su secreción máxima durante la noche y la mínima por la mañana. Así, antes de ir a dormir dejamos de tener hambre, pero al despertarnos nuestro apetito se activa de nuevo.

Así, nuestra conducta alimentaria forma parte de un sistema complejo. Conocerlo es esencial para comprender mejor por qué comemos, qué factores influyen en nuestra hambre y cómo funciona nuestro cuerpo.

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