Nunca olvidaremos el momento en que vimos desde el avión el infinito manto de manchas de arena blanca sobre azul turquesa que es Maldivas. La emoción se despertó y se hizo tangible. Ahí estaba el lugar prometido, y ahí nuestra misión.

Maldivas se extiende más de 820 km de norte a sur y 130 km de este a oeste y lo conforman 1.200 islas. De ellas, unas 1.000 albergan resorts de lujo; solo 200 constituyen las más discretas ‘islas locales’.

Maldivas alberga uno de los mayores tesoros naturales del planeta, pero este enorme atractivo turístico también tiene su precio ambiental.

En 2018, este millar de islas recibieron más de 1,4 millones de visitantes. El reclamo tropical de palmeras, fina arena blanca y cabañas de ensueño construidas directamente sobre el agua es muy tentador. Pero el atractivo turístico de las islas no se limita a interminables horas de sol y playa refrescadas con un coco decorado con una pajita. Maldivas alberga uno de los mayores tesoros naturales del planeta bajo sus aguas cristalinas: un ecosistema formado por más de 800 especies que conforman la zona con mayor biodiversidad de todo el océano Índico, con un manto de coral que se extiende, cual alfombra submarina, sobre una superficie de 8.900 km2, la séptima mayor del mundo.

En su catálogo marino se incluyen grandes gigantes del mar como el tiburón ballena, las mantarrayas (Mobula birostris) que llegan a alcanzar los ocho metros de envergadura, los tiburones tigre, martillo y sus primos más pequeños, los tiburones de punta blanca de arrecife; se le suman una gran variedad de delfines y tortugas y las más de mil especies de peces que albergan sus atolones, y así completamos el sueño de cualquier submarinista. O el nuestro.

Algunos individuos quedan mutilados porque no se respetan las limitaciones de velocidad de las embarcaciones.

No obstante, igual que toda obra de teatro tiene sus bastidores, la puesta en escena del idílico paraíso maldivo también tiene detrás, a su manera, un sorprendente entramado de cuerdas, poleas, armazones, astillas y madera. Durante el viaje pudimos documentar algunos de los problemas que afrontan el país y sus habitantes. Mantener a flote semejante infraestructura paradisíaca, satisfacer a todos y cada uno de los turistas que desembarcan, armados con un palo selfie, hambrientos de experiencias y con sed de likes en el edén submarino, conseguir su anhelada foto con una tortuga verde, hacer snorkel con tiburones nodriza, o conseguir un TikTok de Nemo y Dory, tiene sus costes. No siempre se aprecian a primera vista: eso es lo que nos contaron los habitantes de las -menos conocidas, y desde luego, menos ‘instagrameables’- islas locales.

Mala gestión de los plásticos

Pudimos ver con nuestros propios ojos las consecuencias de la falta de recursos de inversión gubernamental para la correcta gestión de los plásticos. El paisaje se ha convertido en un entorno «frankenstein» en que naturaleza y polímeros se ven forzados a compartir hábitat. Descubrimos nuevas especies «autóctonas» como son los bancos de pajitas, las familias de tapas y tapones de todos los colores, botellas varadas en las playas, redes de pesca fantasma, bidones, envoltorios de chocolatina y un eterno etcétera de plásticos de un solo uso. Todas forman un nuevo «ecosistema marino» un tanto diferente al que estamos habituados a ver representado en la infinita feed tropical de los resorts y hoteles.

En las Islas Maldivas no hay protocolo de limpieza: las botellas de plástico se acumulan y por la noche, las comunidades locales las queman.

Día tras día, estos ejércitos de PVC, PS, HDPE y PET llegan a las playas de las pequeñas islas locales. Allí son recogidas por los maldivos que, en ausencia de cualquier protocolo de actuación, o bien las tiran al mar o bien las apilan en enormes montículos para prenderles fuego cada noche, fundiendo el cielo en el cálido manto del tereftalato de polietileno (aka botella de agua de toda la vida) a la brasa. Plástico quemado. Ese es el aroma que inunda las islas de madrugada.

Pérdida de arrecifes coralinos

Pese a que cada vez más estudios relacionan la pérdida de los arrecifes coralinos con la presencia de plásticos, que incrementan la susceptibilidad de los corales a contraer enfermedades y patologías de un 4% a un 89% cuando entran en contacto con estos, según apunta un estudio publicado en Science en 2018, los plásticos no son el único verdugo que castiga a los arrecifes. Además de la creciente subida de temperaturas que ya acabó con el 14% de los corales a nivel global entre los años 2009 y 2018, la construcción masiva y la ampliación de la oferta turística en Maldivas se cobra cada vez más la superficie vital de estos animales coloniales. Son el terreno idóneo para construir resorts flotantes, montones de las llamadas picnic islands, o puertos recreativos.

Tuvimos la suerte de contar con la sabiduría y el know-how de Clara Cánovas Pérez, bióloga marina y jefa de operaciones en la Maldives Whale Shark Research (MWSR), que lucha por conservar el hábitat marino del tiburón ballena en el archipiélago. Tras una inmersión en uno de los arrecifes de coral más bonitos que visitamos durante la expedición en la isla local de Dhigurah, Clara nos estremeció con un dato: el 90% de los corales en Maldivas ya están muertos y se seguirán destruyendo por culpa de los puertos turísticos que no paran de construirse por todo el país.

Prácticas dañinas

Además de la MWSR, pudimos conocer la labor de asociaciones como Manta Trust u Olive Ridley, que hacen hincapié en la falta de concienciación de las propias empresas locales que organizan tours y buscan, ante todo, satisfacer al turista más exigente en lo que a experiencias con animales marinos se refiere. Son habituales prácticas como el chumming, que consiste en alimentar de forma reiterada con trozos de pescado a comunidades de tiburones en determinados resorts para así asegurar la presencia de los grandes depredadores. El chumming se practica -no sin controversia- en estudios científicos y bajo control, pero cuando se realiza con fines turísticos, el chumming convierte estos animales en sedentarios, anulando así su papel en la cadena alimenticia, provocando desequilibrios en el propio ecosistema marino.

La falta de control por parte del gobierno maldivo deriva en el incumplimiento constante de un manual de conducta que, ya de por sí, se queda escaso y obsoleto a la hora de legislar la biodiversidad submarina.

Un grupo de tiburones nodriza o tiburones gato (Ginglymostoma cirratum) acuden atraídos por el ruido del motor de un barco y esperan que comiencen a darles alimento para dejarse ver. Es la práctica conocida como chumming.

En la recta final de nuestro viaje, pudimos visitar una de las zonas de trabajo de campo de Clara Cánovas, el área marina protegida del atolón Alif Dhaal, donde por ley los speed-boats turísticos tienen que respetar el límite de velocidad de 10 nudos. No obstante, ninguna de las embarcaciones que pasaba a nuestro lado parecía respetar en absoluto la norma, lo cual, como Clara indicó, “desemboca en especímenes heridos y mutilados por las hélices de estos”. Añadiendo que “tampoco se respeta en ningún caso el límite de un único barco por cada avistamiento de tiburón ballena”.

Tiburones, la gran atracción

Desgraciadamente, presenciar la desalentadora estampa de cuatro o incluso cinco embarcaciones rodeando a un único individuo es cada vez más habitual. La mayoría de tiburones son de sangre fría, y el tiburón ballena no es una excepción; asciende a aguas superficiales desde profundidades de hasta 2.000 metros para iniciar el proceso de la termorregulación, que le permite calentar su cuerpo igualando su temperatura a la del agua. Este proceso es lento y sume al tiburón en un estado de ralentización y semiletargo que lo convierte en el objetivo idóneo para su avistamiento desde barcos o incluso desde el agua. “Los turistas deberían cumplir una serie de reglas que incluyan no tocarlos bajo ninguna circunstancia, manteniendo una distancia mínima de tres metros frente al ejemplar y cuatro metros frente a su aleta caudal, además de no nadar por delante o por encima del animal, lo cual puede desembocar en que el tiburón, ante el estrés del contacto directo con humanos, huya a las profundidades dejando el proceso de termorregulación incompleto”, añade la investigadora.

En los últimos 75 años, la población de tiburón ballena ha disminuido en un 50% debido a actividades como la pesca o las redes fantasma, que diezman sus números a velocidades escalofriantes, dado que cada individuo alcanza su madurez sexual (y por tanto la capacidad de reproducirse) a los 27 años durante los cuales, evitar el entramado de redes de arrastre que acecha las profundidades del océano es una hazaña casi imposible. Este dato los catapultó, en 2016, a entrar como especie en estado crítico en la lista IUCN Red List of Threatened Species que documenta y reúne el listado completo de animales en peligro de extinción.

Por si fuera poco, la alta demanda sobre la aleta de tiburón en el mercado chino para su consumo en forma de sopa y su uso en prácticas de medicina alternativa, han provocado que cada año se pesquen entre 50 y 100 millones de tiburones utilizando la técnica del finning, que consiste en atrapar al tiburón, cortar su aleta dorsal y posteriormente devolverlo al mar donde muere por asfixia. Pero esta cruel práctica no solo se produce en Maldivas, resulta que España es el segundo exportador del mundo de aleta de tiburón.

Comunidades implicadas

Pese a la lúgubre situación de este ecosistema, no todo son malas noticias. Cada vez es más frecuente observar cómo pequeñas comunidades y negocios locales encuentran beneficio en la riqueza del mar en su estado natural, y no como un producto de consumo finito. En junio de 1995 se prohibió la pesca del tiburón ballena en Maldivas, y barcos que antaño faenaban en busca de sus aletas y de la valiosa grasa de su hígado, surcan esas mismas aguas actualmente convertidos en empresas de avistamiento y observación del gigante del océano.

La jefa de operaciones de Maldives Whale Shark Research, que lucha por conservar el hábitat del tiburón marino en el archipiélago, otea el horizonte desde un barco de avistamiento.

Proyectos como la instalación de un purificador de agua que permitiría eliminar las botellas de un solo uso o la creación de un sistema de recogida y posterior reciclaje de envases y plásticos en islas locales como Maafushi se perciben como un soplo de aire fresco en una comunidad cada vez más consciente de la importancia de virar el barco hacia rumbos más sostenibles y respetuosos para un win-win del turismo a largo plazo. Ambas iniciativas, lideradas por la escritora y buceadora Ana Hernández Sarriá, buscan ser las promotoras del cambio y constituir la llamada para el resto de islas locales a la adopción de acciones en causas que llevan ya demasiado tiempo (al igual que los plásticos en el mar) a la deriva. Esta escritora organiza y gestiona viajes que pretenden aportar un carácter didáctico y reflexivo al viaje a Maldivas, “no solo tomar, sino también devolver”, explica, educando a los visitantes y aplicando en cada avistamiento el manual de buenas plásticas establecido por los grupos científicos que estudian el comportamiento de los animales salvajes de la zona.

En su último viaje, el cual inspira estas líneas, Ana reunió a un grupo de biólogos marinos como Clara, de MWSR, o Charlie Sarriá, fotógrafos submarinos y un mix de apasionados del mar y de la naturaleza (entre los que nos encontramos nosotras) para que pudiésemos empaparnos, de primera mano, de la realidad que se labra entre los bastidores de este paraíso en medio del Índico. Unir las voces para que el mensaje llegue más lejos y a más gente ayudará, sin duda, a crear una nueva corriente de turismo informado, responsable y respetuoso con las maravillas que esconden las aguas turquesas del archipiélago maldivo.

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