Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2021 de la revista National Geographic pero tras los últimos acontecimientos ocurridos en Afganistán, con la toma del poder por parte de los talibanes, lo ofrecemos en nuestra web en una versión revisada y actualizada.

En la nube de humo de narguile que azuleaba el ambiente del Cafe Delight de Kandahar una reciente tarde de fin de semana, era fácil olvidar que fuera se libraba una guerra.

Jóvenes profesionales con un corte de pelo estudiado y la barba bien cuidada paladeaban sus cafés expresos, acomodados en mullidas butacas bajo unas pantallas planas que mostraban vídeos musicales turcos e indios en los que los censores habían pixelado las desnudas cinturas femeninas.

Seguía siendo Afganistán, una sociedad islámica conservadora. Pero la clientela pertenecía a una generación urbana más permisiva, que había alcanzado la mayoría de edad después de la caída de los talibanes, que apenas –o en absoluto– recordaba aquel régimen opresivo y fundamentalista surgido en esta ciudad del sur del país que proscribió la televisión, la música y el cine, prohibió a los varones cortarse la barba y obligó a las mujeres a cubrirse de la cabeza a los pies con un burka.

Samiullah, de 16 años, reclutado por los talibanes y acusado de colocar una bomba contra las tropas afganas, está en un centro de rehabilitación de menores de Faizabad. Su padre, comandante de una milicia antitalibana, se negó a firmar los documentos necesarios para su liberación.

El dueño del café, Ahmadulah Akbari, regresó en 2018 después de dos años en la cosmopolita Dubai para poner en marcha su negocio en Ayno Maina, una moderna urbanización en expansión situada a las afueras de Kandahar.

Hace unos meses, desde la barra de la cafetería, Akbari controlaba las cámaras de vigilancia de circuito cerrado que acababa de instalar para frustrar las «bombas lapa» – unos explosivos rudimentarios detonados por telefonía móvil- que pretendían acabar con autoridades, activistas, minorías y periodistas, así como civiles elegidos al azar, en el marco de la estrategia con la que los extremistas pretendían aniquilar la disidencia e inocular el terror en el corazón de los centros urbanos. Envalentonados por el acuerdo firmado en febrero de 2020 con Estados Unidos, que puenteaba al Gobierno afgano y preparaba la retirada de las fuerzas armadas estadounidenses para finales de agosto, los talibanes habían reforzado su control sobre las zonas rurales y se estaban acercando a las ciudades a una velocidad vertiginosa.

Aun así, con las calles flanquedas de eucaliptos, casas unifamiliares de lujo y centros comerciales iluminados por un suministro eléctrico prácticamente constante, el enclave vallado de Ayno Maina ofrecía una atmósfera de normalidad residencial a afganos de clase media y alta, en muchos casos funcionarios del Estado. “Aquí no tenemos preocupaciones”, decía Suleiman Aryan, de 28 años, profesor de inglés que trabaja y reside en el complejo con su mujer y sus dos hijos.

Eso era antes. La calma se ha roto.

El 15 de agosto, los insurgentes talibanes entraron en la capital, Kabul, mientras se informaba que el presidente Ashraf Ghani había huido del país, y el pánico y los disparos estallaron en las calles. Días antes, los militantes islamistas radicales se habían apoderado de Kandahar, la segunda ciudad del país, junto con una serie de capitales de provincia.

El Departamento de Estado y el Pentágono se apresuraban a evacuar al personal y a algunos de los afganos que trabajaban para el gobierno estadounidense de la Embajada de Estados Unidos en Kabul, donde se había bajado la bandera estadounidense, lo que generó comparaciones con la caída de Saigón.

El bazar de Kote Sangi, un barrio del oeste de Kabul, es un hervidero de actividad una temprana mañana de abril durante el mes sagrado del Ramadán. Casi todos los 39 millones de afganos son musulmanes, la mayoría sunníes. La minoría chiita suele estar en el punto de mira de los talibanes y el Estado Islámico.

Han pasado 20 años desde que Estados Unidos invadió Afganistán para aplastar a los terroristas de Al-Qaeda responsables de los atentados del 11 de septiembre y derrocar al régimen afgano talibán que les daba cobijo. Los líderes talibanes se refugiaron en el vecino Pakistán y, cuando la atención de Washington se reenfocó hacia la guerra de Iraq, organizaron su retorno. A ello siguió una inyección de fondos militares y de desarrollo para el Gobierno postalibán, aportados en su mayoría por Estados Unidos, que en su mejor momento de 2011 sumaron más de 150.000 soldados internacionales y cerca de 6.000 millones de euros en ayuda anual. Pero aquello no logró acabar con los talibanes, y Estados Unidos decidió poner fin a la que ha sido la guerra más larga de su historia moderna.

Desde esta semana, los talibanes se han apoderado de casi todas las principales ciudades y luchan o controlan la mayoría de los distritos locales en las 34 provincias del país. Más de tres de cada cuatro afganos tienen menos de 25 años: por su edad, no recuerdan el reino del miedo que impusieron los talibanes y, sobre todo en los centros urbanos, están demasiado acostumbrados a las libertades para renunciar a ellas. En las zonas rurales hay quien cree inevitable y preferible el regreso de los fundamentalistas, pero muchos afganos forjados por la realidad posterior al 2001 se plantan ante esa perspectiva, negándose a volver a un pasado reaccionario y represor.

Hafiza mira por la ventana de la casita cercana a Faizabad en la que se refugió después de que los talibanes tomasen su aldea en 2019. Al ver que uno de sus cuatro hijos se unía a los talibanes, Hafiza rogó a su comandante que lo dejase volver a casa. «Has dado dos hijos al Gobierno y uno a la milicia [antitalibana] –cuenta que le respondió–. Este será para nosotros».

A unos ocho kilómetros de Kandahar, el río Arghandab ya era una línea de batalla hace meses. Una límpida mañana de marzo, un A-29 de la Fuerza Aérea afgana viró y descendió en picado para bombardear una construcción de adobe en el lado controlado por los talibanes. Estos respondieron con un errático fuego de cohetes como el que ha matado a civiles y convertido un mercado de las inmediaciones en un pueblo fantasma.

«Todos los días se lanzan cohetes y obuses a lo loco», explicaba Hayatulah, un campesino que meses antes huyó de su aldea con lo puesto y que estuvo viviendo en un cuarto con su mujer y nueve hijos. Como miles de familias desplazadas del sur, estuvieron esperando una ayuda estatal que no llegó.

En verano, el valle del río que da nombre al distrito se convierte en un frondoso laberinto de huertos de frutales, acequias y muros de tierra en los que hace una década se agazapaban los integristas para emboscar a los soldados estadounidenses. Más tarde mejoró la seguridad, y los campesinos pudieron recoger las uvas y granadas que dan fama al valle. Pero los lugareños contaban que aquella calma relativa se fue al traste ante las corruptelas rampantes, los favoritismos tribales y las prácticas policiales predatorias que alienaron a una población falta de los servicios básicos. Hace 25 años, el descontento con los corruptos señores de la guerra abonó el terreno para la llegada al poder de los talibanes. Hoy están produciéndose abusos semejantes que dan pábulo a su resurgimiento.

Hace unos años, «Arghandab era el distrito más seguro de la región –se lamentaba Shah Mohamad Ahmadi, exgobernador del distrito–. Estados Unidos hizo lo que debía; aquí hubo muchos proyectos positivos. Por desgracia, algunos de nuestros cargos corruptos nos han traicionado en beneficio propio. Y cuando la gente no se siente atendida por el Estado, llama a otras puertas, como las de los talibanes».

Haji Adam, un anciano que vive en el lado del río controlado por los talibanes, afirmaba: «Durante 20 años vino todo el mundo y entró dinero a raudales, ¿pero de qué nos sirvió? Si controlásemos el agua, si hubiese electricidad, tendríamos productos en vez de guerra. Si las carreteras estuviesen asfaltadas, no habría tanta destrucción». Pero «no se ha construido nada que valga la pena» en Kandahar desde la expulsión de los talibanes en 2001, añadía. El único hospital grande de la región, apuntaba, lo erigieron los chinos en los años setenta.

Tras cuatro semanas en posiciones remotas del frente de la provincia de Badajshán, unos soldados afganos de permiso caminan cinco horas para llegar a la capital de la provincia, Faizabad. Los talibanes tomaron la zona a principios de julio matando y capturando muchos soldados y milicianos aliados.

En ese momento el Hospital Mirwais, conocido como el hospital chino, estaba saturado de bajas bélicas. Dos policías yacían en sendas camillas, muertos a tiros. En la UCI, tres hombres se recuperaban de un atentado con coche bomba. Al final del pasillo, Lalai, de 16 años, estaba en estado crítico tras recibir el impacto de una bala perdida en un distrito de control talibán a seis horas de distancia. Unos parientes lo habían traído a Kandahar después de dos operaciones sin éxito en una clínica de la zona.

«Es huérfano –musitaba su tío–. No tiene padres, y al hermano mayor lo mataron hace tres meses». Después de estar hospitalizado un mes, Lalai empeoró. Al cabo de diez días falleció.

«En un bando, los habitantes de las grandes ciudades, más liberales, moderados e instruidos, pero desconectados de la población rural». «En el otro, afganos rurales, conservadores, que se sienten olvidados por un sistema estatal centralizado y dirigido por élites», explicaba Tamim Asey, exviceministro de Defensa

La brecha entre el Afganistán urbano y el Afganistán rural no ha hecho más que agravarse en los últimos 20 años, y las clases dirigentes hacen oídos sordos en su propio detrimento. Desde finales del siglo XIX «hemos vivido al menos una docena de ciclos de élites rurales que llegaron a Kabul y se hicieron con el poder, gobernaron y acabaron casi totalmente alienadas de las que fueran sus bases», decía Tamim Asey, exviceministro de Defensa y fundador del Instituto de Estudios sobre la Guerra y la Paz, un laboratorio de ideas con sede en Kabul. Es «una guerra de dos cosmovisiones y dos sistemas de valores. En un bando, los habitantes de las grandes ciudades, más liberales, moderados e instruidos, pero desconectados de la población rural. En el otro, afganos rurales, conservadores, que se sienten olvidados por un sistema estatal centralizado y dirigido por élites».

Afganistán lleva 50 años basculando entre golpes de Estado y guerras. En 1973, un general afgano derrocó al rey y se declaró presidente. Cinco años después, los comunistas afganos lo asesinaron y tomaron el poder. La Unión Soviética invadió el país al año siguiente para dar apoyo a los comunistas, rechazados por la ciudadanía, y desencadenaron una guerra de guerrillas que duró una década. Estados Unidos envió miles de millones de dólares vía Pakistán a los combatientes muyahidines antisoviéticos llegados de todo el mundo islámico (entre ellos el yihadista saudí Osama bin Laden), que finalmente forzaron la retirada soviética. Al fracasar un acuerdo para repartirse el poder, los muyahidines se dividieron en facciones enfrentadas. En el caos emergieron los talibanes, que tomaron el poder en 1996.

Ver mapa «Siglos de discordia»

Los talibanes no tardaron en saltar a los titulares por aplicar sin piedad la ley islámica del ojo por ojo, oprimir brutalmente a las mujeres y a las minorías, destruir tesoros culturales y dar cobijo a Al-Qaeda. Tras el 11-S, Estados Unidos invadió Afganistán para dar con los responsables de los atentados, pero al tiempo cristalizó otra misión menos definida. Los líderes de Estados Unidos y de la OTAN tenían la esperanza de que las posibilidades de desarrollo económico y la democracia vacunarían el país para que nunca más hiciese las veces de refugio de terroristas.

Mejoraron la educación, la participación política y el estatus de las mujeres, pero la avalancha de dinero extranjero ahondó la fisura entre las zonas urbanas y rurales. La ayuda internacional y los contratos militares alimentaron una burbuja económica en las ciudades. Pero la mayoría de los afganos todavía sobreviven a duras penas gracias a la agricultura de subsistencia, pese a los más de 144.000 millones de dólares que Estados Unidos ha invertido desde 2001 en la reconstrucción del país.

Ver mapa»Afganistán en conflicto» actualizado en Junio 2021

Consciente de esas desigualdades, el primer presidente electo de Afganistán, Hamid Karzai, puso en marcha ambiciosos programas de desarrollo rural. Dirigidos por el entonces ministro de Economía Ashraf Ghani, quien trabajó en el Banco Mundial y luego presidió el país hasta su huída a mediados de agosto de este año, el Gobierno central canalizó el equivalente a unos 2.500 millones de euros provenientes de donantes internacionales a consejos comunitarios autogestionados para financiar préstamos y prioridades locales. Los donantes gastaron miles de millones en la construcción de carreteras que conectasen las aldeas con los mercados.

Unas niñas de la minoría étnica uzbeka salen del instituto de educación secundaria Marshal Dostum, en la ciudad noroccidental de Shibirghan, provincia de Jowzjan. Las familias de más de 20 alumnas se reasentaron en la capital de provincia cuando los talibanes tomaron los distritos meridionales de Jowzjan y prohibieron de nuevo la educación femenina en 2018.

«Carreteras, educación moderna, atención sanitaria, electricidad: se suponía que todo eso ayudaría a estabilizar el país», apuntaba Richard Boucher, máximo responsable de la diplomacia estadounidense para Asia Central y del Sur entre 2006 y 2009. La teoría era sólida, pero falló su implementación, afirmaba Boucher. «Debimos dedicar más esfuerzos a instruir a la tecnocracia afgana, los que gestionan los programas y podían dar cuenta del dinero y llevar a cabo las políticas gubernamentales […]. Gastamos mucho dinero en nosotros y en nuestros contratistas, y no tanto en el pueblo afgano».

Los contratos de reconstrucción y seguridad estaban controlados por señores de la guerra y élites que alimentaban redes clientelares sustentadas en afinidades étnicas, tribales y familiares. Según Integrity Watch Afghanistan, una ONG que lucha contra la corrupción, casi todos los grandes contratos siguen cayendo en manos de personas muy vinculadas a los altos cargos. «A estas alturas deberíamos tener instituciones –afirma Rahmatullah Amiri, analista de seguridad de Kandahar–. Pero seguimos teniendo individuos».

Ver infografía «La disputa por el control»

Un informe emitido en octubre de 2020 por el inspector general de Estados Unidos para la reconstrucción de Afganistán revelaba que, de los 63.000 millones de dólares en fondos de reconstrucción auditados, casi un tercio «se perdieron por despilfarro, fraude y abuso». De parte de ese dinero se hace ostentación en la capital, Kabul, donde los llamados millonarios exprés se desplazan entre los rascacielos y las urbanizaciones fortaleza a bordo de sus Lexus blindados, seguidos por convoyes de seguridad armada. Algunos hicieron fortuna en sectores de nuevo cuño a partir de 2001, pero muchos funcionarios y sus cómplices han desviado a Dubai una incontable cantidad en efectivo, hoy oculta en cuentas bancarias y apartamentos de lujo.

La cultura de corrupción nacida en las altas esferas con la llegada del dinero extranjero y propagada a toda la escala social ha tenido un efecto devastador sobre la policía. «Si en una comisaría hacen falta 15 agentes, te encuentras tres; el resto del dinero lo roban», explicaba Ahmadi, el exgobernador de distrito de la provincia de Kandahar.

Infraequipada, la policía se ganó el odio de la población, a la que extorsionaba para compensar sueldos pendientes y suministros limitados. «Los talibanes no prestan servicios y no construyen casas ni hospitales, pero no roban», afirmaba Abdulah Yan, un agricultor que huyó de Arghandab, expresando un sentir muy común entre los afganos rurales.

La diputada Raihana Azad recorre las calles de Kabul en un vehículo blindado de camino a una sesión legislativa celebrada en el Día Internacional de la Mujer. Azad, de 38 años y sin pelos en la lengua, ha sobrevivido a un intento de asesinato y a un atentado suicida. Ha enviado a sus hijos al extranjero y teme tener que seguirlos ahora que los talibanes vuelven a estar en el poder.

Provisto de los contactos idóneos, Mahmud Karzai dejó atrás un rosario de restaurantes afganos en Estados Unidos y regresó a su país para reclamar su parte en el boom de la construcción posterior a 2001. Hermano mayor del por entonces presidente Hamid Karzai, se convirtió en el impulsor de Ayno Maina, una de las urbanizaciones privadas con más éxito de Afganistán.

«Yo siempre me he arriesgado. Si tuviese un millón, me lo jugaría en Las Vegas», decía Mahmud, quien recibe bajo una araña de cristal en el cuartel general de estilo italiano que ocupa el corazón mismo del complejo. Junto a la puerta hay un óleo de otro de los hermanos Karzai, Ahmed Wali, quien hasta 2011, cuando fue asesinado, dirigía el consejo provincial de Kandahar: era el hombre más poderoso del sur de Afganistán, además de símbolo de la defectuosa misión estadounidense de llevar la paz y la democracia a Afganistán. Empresario y ejecutor político, supuestamente a sueldo de la CIA, se cree que utilizó su posición y sus contactos para encubrir operaciones de tráfico de drogas y blanqueo de capitales a gran escala.

El ascenso de Mahmud también se vio empañado por acusaciones de corrupción, en particular un escándalo con el Banco de Kabul en 2010, cuando era el tercer accionista del por entonces mayor banco privado del país. El rumor de que la entidad estaba al borde de la quiebra provocó una desbandada que a punto estuvo de provocar su caída. Una investigación independiente descubrió que se habían robado unos 800 millones de euros del banco, el 8 % de los 10.000 millones de euros en los que se cifraba el PIB del país. Un gran jurado estadounidense investigó a Mahmud por acusaciones de fraude y evasión fiscal en torno a la venta de una propiedad en Dubai. No llegó a imputarlo.

Mahmud tachó las acusaciones de calumnias inventadas por enemigos de la familia Karzai, pero reconoció que le favoreció su proximidad al poder. Durante la presidencia de su hermano, el gobernador de Kandahar le cedió las tierras donde se levantaría Ayno Maina. Mahmud dice que empezó con 50.000 dólares de sus ahorros personales y consiguió un préstamo de tres millones de dólares de una agencia gubernamental estadounidense. «La riqueza llegó y fue consumida por unos pocos, y yo soy uno de esos pocos –dice sin reparos–. Por desgracia, la mayoría de los afganos no recibieron la parte que les correspondía. Nos centramos en el desarrollo urbano y olvidamos las zonas rurales. Y las zonas rurales son las que tienen las armas».

El año pasado el presidente Ghani nombró a Mahmud ministro de Desarrollo Urbano y Rural. Prometió facilitar el acceso a la vivienda en propiedad a una población urbana que aumentaba rápidamente debido a la elevada tasa de natalidad y a las precarias perspectivas económicas e inseguridad de las áreas rurales. Mahmud amplió el número de viviendas asequibles de Ayno Maina al tiempo que puso en marcha un proyecto de mayor calado en Kabul: una urbanización de 5.000 hectáreas de financiación pública, con comunidades residenciales al estilo estadounidense. «La demanda es increíble –decía con entusiasmo de vendedor–. Si lo vendo todo, seré muy rico». Así y todo, reconocía, «no veo claro el futuro del país». Cuando se vayan los estadounidenses, daba por hecho que los talibanes «tomarán el país por la fuerza». Si estalla una guerra civil, anunciaba, él se marchará. «No quiero que me maten».

Miles de hazaras, una minoría musulmana chiita, se reúnen en la provincia de Daykundi para festejar el Nowruz, el primer día de la primavera. Esta ancestral fiesta persa se celebra en Afganistán, Irán y Asia Central, pero los extremistas sunníes la consideran antiislámica. El régimen talibán la prohibió, y en sus celebraciones se han producido atentados terroristas.

Sentada en el salón del Serena Hotel, un cinco estrellas de Kabul, Raihana Azad, de 38 años, hace unos meses, desprendía el aplomo de la élite adinerada de la capital. Diputada desde 2010, lucía un elegante traje negro sin velo que le cubra la cabeza y hablaba con un discurso ametrallador que llenaba la sala.

De etnia hazara y nacida en una zona deprimida de la provincia de Daykundi, tuvo dos hijos tras contraer un matrimonio concertado a los 13 años. Su historia podría haber acabado ahí, como es el caso de tantas afganas, pero Azad siguió estudiando, empezó a trabajar para la ONU en el fomento de la educación de las niñas y llegó a Kabul, donde se licenció en derecho. Utilizó sus estudios para romper tabúes, pidiendo un divorcio que le valió el rechazo de su propia familia. Se presentó a las elecciones parlamentarias y fue elegida en legislaturas consecutivas, pese a no ocultar su ateísmo y su divorcio. «A la gente le da igual mi vida privada, porque trabajo para ellos y siempre les digo la verdad», decía, encogiéndose de hombros.

Su estilo franco le ha granjeado enemigos. Sobrevivió a un atentado suicida y a una tentativa de asesinato en un viaje poscampaña al Afganistán rural. Las amenazas de muerte la han obligado a mandar a sus hijos al extranjero, a desplazarse constantemente y a moverse en un vehículo blindado. «Ya no tengo miedo –asegura–. Peleo para que las generaciones que nos sucedan no lo pasen tan mal como lo hemos pasado nosotros».

Su chófer recorría un laberinto de parapetos de hormigón y puestos de control de camino al Parlamento, donde Azad participaba en una votación para apoyar a una compañera. Hoy las mujeres ocupan el 27 % de los escaños, una proporción semejante a la de Estados Unidos, en parte gracias a las cuotas de género que incorpora la Constitución postalibán. Política independiente que se niega a aliarse con caudillos, Azad se dejaba la piel para enviar recursos a sus electores de Daykundi, la mayoría de los cuales pertenecen a la minoría étnica hazara y viven en una región aislada desprovista de infraestructuras. El Gobierno y los donantes extranjeros «no ven más allá de las zonas problemáticas –explicaba–. Como nosotros somos una provincia ejemplar, no nos hacen ni caso».

Situada a unos 400 kilómetros al oeste de Kabul, Daykundi pasa incomunicada tres meses al año, porque las carreteras se tornan intransitables en invierno. Y aun cuando la meteorología es buena, se tarda dos días o más en llegar a la capital en coche por una pista de tierra infestada de atracadores y talibanes.

Daykundi era una de las zonas más pacíficas y que más fomentan la educación de Afganistán. Su población es predominantemente hazara, musulmanes chiitas que los talibanes perseguían por herejes.La cultura hazara tiende a ser más progresista; los centros educativos suelen ser mixtos, muchas personas saben inglés y las mujeres conducen y llevan explotaciones agrícolas y negocios. Los alumnos hazara a menudo ocupan los primeros puestos del examen nacional de acceso a la universidad, y eso que más de uno se ve obligado a examinarse al aire libre, acuclillado en la nieve. «Aquí los estudios lo son todo –explicaba Rahmatulah Sultani, un antiguo pastor que se graduó en la universidad y da clases de inglés en un centro de formación financiado por Estados Unidos en Nili, la capital de la provincia–. Son sinónimo de libertad. Te dan la capacidad de pensar por ti mismo y elegir tu propio camino».

Las familias lloran sobre las tumbas de algunas de las 90 víctimas del atentado con bomba contra una escuela de Kabul el 8 de mayo. Tras el ataque al vecindario Hazara se produjeron otros atentados en las escuelas preparatorias para la universidad de la etnia Hazara. Los terroristas sunitas se han atribuido la responsabilidad de muchos de los ataques.

La geografía abrupta y su localización remota explican en parte el subdesarrollo de las tierras altas, pero no han protegido a los hazara de los ataques contra las minorías religiosas y étnicas que perpetran los talibanes y el autodenominado Estado Islámico, otro grupo de extremistas sunníes. Con el estancamiento de las conversaciones de paz entre el Gobierno afgano y los talibanes, las milicias étnicas –incluidos los combatientes hazaras– han empezado a reagruparse ante lo que muchos ya ven venir: otra guerra civil.

Desde que Estados Unidos confirmó la retirada de sus tropas, los talibanes han invadido más de la mitad de las 34 capitales de provincia. Pero Boucher, el exdiplomático estadounidense, es una de las numerosas voces de Washington que se declaran convencidas de que ha llegado el momento de poner fin a una guerra sin rumbo que ha costado dos billones de dólares al contribuyente estadounidense, y la vida de más de 170.000 personas entre civiles, soldados, policías y resistentes afganos; militares y contratistas estadounidenses y de la OTAN, y periodistas y cooperantes, según el Proyecto Costes de la Guerra de la Universidad Brown. «Llevamos allí dos décadas y no tenemos un Gobierno afgano capaz de protegerse y dar seguridad», se lamentaba Boucher.

«El mundo ha perdido una gran oportunidad en los últimos 20 años y no logrará arreglarlo en otros 40 –afirmaba Amiri, el analista–. Vienen los talibanes, nos guste o no». Las fuerzas armadas afganas se las ven y se las desean para frenar los avances de los talibanes con menos apoyo aéreo estadounidense, y el cansancio y las deserciones hacen mella en sus filas.

En un solitario puesto policial del distrito de Panjwai, a media hora de Kandahar en dirección oeste, las banderas blancas de los talibanes se veían ondear a poca distancia hace unos meses. Desaliñado y aturdido por la falta de sueño, el agente Abdul Ghafur explicaba que francotiradores enemigos pertrechados con armas y prismáticos de visión nocturna estadounidenses –probablemente confiscados a las tropas afganas– habían organizado ataques nocturnos y puesto bombas en las carreteras.

Ghafur, de 22 años, quería estudiar medicina. Pero las perspectivas nada halagüeñas que le ofrecía su provincia natal, Kapisa, y un acceso de patriotismo lo animaron a alistarse por un mísero salario mensual de 13.000 afganis, 140 euros al cambio. Prometido en matrimonio, tuvo que retrasar la boda porque lleva seis meses sin cobrar. «Nuestro sueldo se pierde en el sistema –dice suspirando–. Pero las cosas están empeorando y tenemos que defender la nación mientras estemos vivos y nos corra sangre por las venas».

A unos 500 kilómetros de distancia, en uno de los barrios más elegantes de Kabul, Nilofar Ayubi celebraba la apertura de su boutique, una decisión audaz, habida cuenta de que extremistas y delincuentes ponen sus miras en las mujeres destacadas. Ayubi ha recibido amenazas de muerte, pero se negaba a abandonar la relativa libertad que ha hallado en Kabul. De etnia pastún y oriunda de la ciudad de Kunduz, recordaba que en la época de los talibanes su madre recibió una paliza por ir de compras sin un pariente varón. Hoy es dueña de una boutique para mujeres modernas que van solas de tiendas. «Hay que seguir adelante», explicaba.

Qari Mehrabudin, comandante de una milicia favorable al Gobierno, posa con dos de sus cinco hijos en su casa de las afueras de Faizabad. Mehrabudin desarrolló opiniones extremistas en una madrasa de la vecina Pakistán y volvió a casa para unirse a los talibanes. Tras una disputa, se alió con las fuerzas del Gobierno y ahora capta adeptos para que cambien de bando.

Tanto si los talibanes han sustituido al gobierno afgano como si han tomado el país por la fuerza, «no pueden gobernar este nuevo Afganistán a tiro limpio –afirmaba Asey, el antiguo alto cargo de Defensa–. Esta generación amante de la libertad, progresista y tolerante, abanderará un nuevo Afganistán tras la retirada de Estados Unidos y no tolerará que se azote a sus madres y hermanas ante sus ojos, ni que la gente sea ahorcada en las calles».

Raihana Azad no se mostraba tan segura. Le decepcionó profundamente que Washington llegase a un acuerdo con los talibanes sin incorporar salvaguardas para las mujeres y las minorías. La primera vez que nos vimos, me dijo que los afganos pararían los pies a los talibanes. Se volvió más escéptica cuando Estados Unidos anunció su retirada total. Con dos años de legislatura por delante, también ella se planteaba abandonar Afganistán.

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El escritor y cineasta Jason Motlagh informa sobre la guerra de Afganistán desde 2006. Kiana Hayeri, fotógrafa irano-canadiense, trabaja en Afganistán desde 2013.

Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2021 de la revista National Geographic pero tras los últimos acontecimientos ocurridos en Afganistán, con la toma del poder por parte de los talibanes, lo ofrecemos en nuestra web en una versión revisada y actualizada.

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