«¿Por qué viajaste a Kyushu?”, me preguntó el niponista David Almazán en la presentación de mi último libro. Porque quería visitar Nagasaki, ver dónde se rodó Ran, de Akira Kurosawa, y alcanzar Okinawa —la isla más meridional de un país formado por un archipiélago de casi 7.000—, a la que finalmente no llegué pues estaba muy lejos y no tenía ni tiempo ni dinero suficientes. Sin embargo, había muchas más razones. Kyushu es la región más internacional por su relación perpetua con Corea y China (durante la pandemia, por ejemplo, las ventas a sus principales socios comerciales se redujeron, excepto en el caso de China). También por el vínculo mantenido con Occidente durante dos siglos y medio, cuando el resto de Japón se cerró a los europeos. Kyushu es la cuna de la cultura Jōmon (13000-300 antes de Cristo), origen de los primeros asentamientos del país. Y la isla de las aguas termales, las montañas más abruptas y la cerámica (quién sabe si por influencia de las extraordinarias vasijas de barro del periodo Jōmon). Y, finalmente, cumple con uno de los estereotipos más manidos y certeros de Japón: la convivencia entre la naturaleza más exacerbada y la modernidad más contemporánea. Kyushu reúne las grandes y cosmopolitas ciudades del norte, como Fukuoka y Nagasaki; y el sur, más pausado y agrícola, cuyos terrenos volcánicos continúan bramando.

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