Gina Kawas es una hondureña que sufrió mucho durante esta pandemia, perdió a sus padres debido al Covid-19, entre otras situaciones que han marcado su vida para siempre.

A continuación leerán su relato íntegro de todo lo que vivió en esta pandemia que tiene atormentado al mundo entero:

“Ha estado en mis pensamientos y en mi corazón durante los últimos meses compartir mis escritos, reflexiones y pensamientos sobre lo que este año y lo que el Covid-19 han significado para mí.

Realmente no me gusta compartir mi vida pues me considero una persona privada y reservada, pero ésta es mi publicación más vulnerable y personal, y, por ende, extensa.

Las horas escribiendo no fueron fáciles y evocaron muchas emociones, porque muchas cosas son aún tan recientes y tan profundamente íntimas. Me cuestioné muchas veces si debiese publicar mi historia o no, pero, al final, opté por hacerlo ya que, si la misma puede ayudar al menos a una persona, entonces vale la pena abrir mi corazón y compartir mi experiencia.

Perdí a mis padres y me separé de una relación psicológica, emocional y verbalmente abusiva en el lapso de 21 días.

LA HORA MÁS OSCURA

Perdí a mi padre ante el temido virus el sábado 27 de junio a las 6:30 p.m. Recibí una llamada alrededor de las 10 a.m. de mi madre, sumida en llanto, diciendo que había encontrado a mi padre en el suelo del baño desmayado. Cuando llegué a la casa de mis padres, mi papá estaba acostado en la cama, apenas respirando.

Sabía que se estaba muriendo. Apenas tres días antes, había llevado a mis papás al médico, porque mi padre había desarrollado una incómoda tos seca y se sentía muy cansado.

Su médico confirmó que había desarrollado una neumonía, pero que podía tratarse ambulatoriamente desde casa. Para cualquier lector que no esté familiarizado con la situación en Honduras, como en muchos otros países de América Latina, el sistema de salud colapsó totalmente durante los meses de mayo, junio, julio y agosto del año en curso.

Aunque no vivía con ellos, traté de hacer todo lo posible por cuidar a mis padres desde el comienzo de la pandemia. Mi papá tenía 84 años y mi mamá 68.

Peleamos muchas veces, ya que ellos insistían en salir a hacer mandados, y algunas veces eran un poco descuidados con el distanciamiento físico, pero siempre fueron estrictos con el uso de mascarilla, y el desinfectado de manos.

Sin embargo, la insidiosa enfermedad los infectó de todas maneras. Nunca sabré cómo, dónde o cuándo lo contrajeron.

Días antes, el médico de mi padre los examinó a ambos con una prueba rápida de Covid-19 (un análisis de sangre) que resultó negativo para los dos. El resultado fue claramente un falso negativo, como tienden a reflejar las pruebas rápidas, así que, por favor, no confíen en ellas.

Después de esta decisión claramente negligente de enviar a mi padre a casa, el médico le recetó hacerse una radiografía de tórax e incontables medicamentos.

El miércoles 24 de junio pasé todo el día con mis padres: fuimos a cuatro hospitales para que le hicieran los rayos-x y a varias farmacias. Cuando los dejé en casa, la cara de mi padre era una de agotamiento. Nunca voy a olvidar ver su carita de pena a través del espejo retrovisor.

Durante el jueves y el viernes, su salud se deterioró lentamente. Ese sábado por la mañana, debí haber llamado a unos 15 hospitales para intentar ingresar a mi padre. El virus ya había llenado de neumonía sus pulmones y a esa altura ya había desarrollado sepsis.

Ese día en particular las salas de emergencia en toda la ciudad estaban desbordadas y, cuando finalmente llegó una ambulancia, lo tuvimos que llevar al Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS), el único hospital público que recibía enfermos incluso más allá de su capacidad.

Mi padre se quedó acostado en dos sillas con un colchón encima, respirando de una mascarilla conectada a un tanque de oxígeno.

En ese momento, quien ahora es mi ex–pareja, me acompañó al hospital, pero se asustó tanto al ver a docenas de enfermos en la sala Covid que me exigió llevarlo de regreso a casa.

Le supliqué que llamara un taxi, ya que no quería dejar a mi padre solo, pero siendo ciudadano estadounidense, nunca se acostumbró a Honduras y me insistió en que al tomar transporte público se estaría exponiendo a un asalto o que se enfermaría por mi culpa y que era mi responsabilidad llevarlo a un lugar seguro, ya que él se mudó al país por mí.

Fui a dejarlo a nuestro apartamento y luego fui a buscar a mi mamá, quien esperó en el auto afuera del hospital por más de 5 horas, desde el mediodía hasta las 5 de la tarde.

Esas cinco horas se sintieron como cinco días. Fue lo más desgarrador estar adentro de una sala de emergencias, escuchando a mi padre rogándome que lo lleve a casa. Estuvo consciente todo el tiempo: me miraba a los ojos y me decía “Mi amor, por favor, ya nos vamos a la casa, ¿verdad?”. Yo solo podía responder: “Sí, pronto, papi”.

Mi madre le había avisado a mi hermana, que vive en El Salvador y quien, con el corazón en la garganta, se vino manejando en un viaje de 8 horas, con el riesgo de no poder entrar a Tegucigalpa ya que todas las fronteras terrestres y aéreas seguían cerradas.

Mientras estaba con mi padre en la sala, le decía, “Marie viene en camino, ya vamos a estar los cuatro juntos”.

Durante horas, lo único que pude hacer era tomar su mano y acariciar su cabello. Tuve que tragarme las lágrimas mientras veía como lentamente se apagaba la vida y el brillo de sus grandes ojos verdes y cómo sus manos iban perdiendo fuerza.

A mi alrededor había pacientes jóvenes y adultos mayores, todos agonizando. Los médicos me habían dicho que me preparara, ya que, por su avanzada edad, probablemente no lograría sobrevivir la noche.

Como se hacía tarde, decidí llevar a mi madre de vuelta a casa. Cuando llegamos, recibí la dolorosa llamada que mi padre había fallecido.

Darle la noticia a mi madre ha sido lo más difícil que hasta ese momento me había tocado hacer en la vida. Ni siquiera nos pudimos abrazar porque yo había estado expuesta todo ese tiempo en el hospital.

Traté de mostrarme fría y fuerte y me tragué todas mis emociones por ella. Pero mi madre estaba deshecha. Casi se desploma cuando le dije. Ella empezó a llorar y solamente me dijo: “No, no puede ser…ya se nos fue”.

Al regresar al hospital, él todavía estaba en las mismas dos sillas sobre el colchón, con los ojos todavía abiertos; sus manos frías.

No sé cómo tuve la fuerza para acercarme a su cuerpo sin vida y cerrar sus ojos. Esa imagen me persigue todos los días, ya que me culpo a mí misma, a un gobierno corrupto y a una serie de médicos negligentes por no poder hacer más para salvar a mi padre, quien, a pesar de sus años, siempre fue una persona sana.

No pudimos vestirlo con un traje, ni tener un entierro digno. El cuerpo nos fue entregado al día siguiente.

Para entonces había llegado mi hermana y las tres mujeres de su vida lo enterramos. Mi padre era el hombre más amable, noble y cariñoso del planeta.

Tenía una predilección por la música clásica y el cine antiguo, amaba los boleros de Agustín Lara y la comida árabe de la tierra de sus antepasados, despreciaba las injusticias y lloraba cada vez que sonaba una balada melancólica (especialmente si era algo de Beethoven), o cada vez que uno de sus equipos de fútbol ganaba un partido.

Fue un hombre que trabajó toda su vida, hasta sus 84 años, para proveer a su familia, y gracias a él nunca nos faltó nada. Durante tantos años de mi vida, mi lugar favorito en el mundo fue junto a él y mi mamá, en medio de sus cálidos brazos.

Por supuesto que después de vivir esa tragedia con mi padre, jamás permitiría que lo mismo le pasara a mi mamá. Mi madre era diabética, padecía de sobrepeso y de presión arterial alta.

Ese mismo lunes (29 de junio) fuimos con ella, mi hermana y mi ex–pareja a un laboratorio para que nos hicieran la prueba PCR (hisopado nasal).

El resultado de mi madre, mi hermana, el mío fue positivo. Tan pronto como obtuvimos los resultados ingresamos a mi madre en un hospital privado el miércoles 1 de julio, luego de hacernos exámenes y ver que sus resultados mostraban valores elevados y de nuevo, el desarrollo de neumonía.

Esa fue la última vez que la vimos. Afortunadamente, y por la serendipia de la vida y amigos solidarios, las tres tuvimos lo que ahora parece un “almuerzo de despedida” el día anterior, ya que mi madrina nos había enviado una paella, que era una de las comidas favoritas de mi padre.

Mi madre falleció el 14 de julio a las 4:00 pm. Durante esas dos semanas desarrolló una neumonía intratable que causó el colapso de sus pulmones, y provocó daños irreversibles en sus otros órganos (riñones, páncreas, hígado y, al final, incluso presentó daño neurológico).

Su corazón debilitado ya no pudo soportar más un cuerpo que le falló y que se estaba apagando. Ese día fue mi hermana quien recibió la temida llamada de una insensible doctora que solamente le dijo que la condición de mi mamá había cambiado drásticamente en horas, y que debíamos retirar su cuerpo.

A pesar de los esteroides, los antibióticos y todo el cóctel de medicamentos que le dieron, el Covid-19 había ganado de nuevo.

Mi madre, de 68 años, cuyo cumpleaños habíamos celebrado apenas un mes antes (el 10 de junio), también se había ido. Fue una mujer extraordinaria, brillante y un modelo a seguir por su devoción y amor incondicional de madre y esposa, e igualmente una maravillosa amiga y hermana.

Esas dos semanas fueron las peores de mi vida. Mi hermana y yo estábamos separadas porque mi ex–marido, quien era extremadamente controlador, me había prohibido verla o que ella fuera a mi casa (él había resultado negativo en la prueba).

Me impedía incluso salir de mi propia habitación porque estaba demasiado asustado de contraer el virus él mismo.

Dada esta situación tan incómoda y el hecho que prevalecía su miedo y no el acompañamiento que uno esperaría de su pareja, le pedí en incontables ocasiones a él y a su familia que regresara a Estados Unidos, pero también tenía temor de viajar.

Y claro que, en última instancia, siempre me sentí responsable por él desde que se mudó a Honduras después de casarnos el año pasado. Pero esa es otra parte de la historia.

Durante dos semanas, mi hermana y yo solamente pudimos hablar con nuestra madre una vez por teléfono celular. Estuvo en la UCI la mayor parte de sus días en el hospital y lo único que pudimos hacer era enviarle notas de voz que solicitamos a enfermeras y médicos se los reprodujeran (no sabemos si lo hacían).

En estos momentos, en los que no todas las personas cercanas te brindan su apoyo incondicional, estaré eternamente agradecida con aquellas personas que se comportaron más como familia que nuestra propia familia (en especial, gracias a mi familia FEIH).

EL DOLOR MÁS GRANDE

Mi hermana y yo llegamos al hospital el martes 14 de julio y una vez más estábamos ante una imagen que nadie nunca debería de ver: a nuestra madre envuelta en un recipiente negro que parecía una bolsa de basura.

Mi hermana casi se desmaya. Tuvimos que firmar varios papeles, luego de recibir un trato terrible e inhumano de un hospital que facturó casi US$100,000.00 por esas dos semanas. De nuevo, no pudimos despedirnos de nuestra madre.

Muchos pacientes con Covid-19 mueren solos, sin nadie a su lado.

Tanto a mi padre como a mi madre les tocó partir de esa manera. Siempre me arrepentiré de haberme ido esa tarde y no haber sostenido la mano de mi padre hasta el final.

Mi madre luchó sola durante dos semanas, ni siquiera recibió una visita de sus hijas (no era permitido). Debió haber estado tan enojada con nosotras por no haberla ido a ver. Realmente espero que no. Siempre estaré agradecida con una enfermera que me dijo el día que fuimos a reclamar su cuerpo, que, durante su última visita al centro de rayos x, su semblante reflejaba mucha paz.

Pero siempre me arrepentiré de no haber podido expresarle mi gratitud por ser una madre tan dedicada, maravillosa y cariñosa. Lamento no haberle dicho lo mucho que la amaba y que sentía tanto cualquier desacuerdo que tuvimos, y lo más importante: que estaremos bien, que ella nos crió de la mejor manera posible y que podría irse tranquila.

Leí en alguna parte que el último sentido que uno pierde es la audición. Cuando alguien se está muriendo, pierde la vista, el olfato, el gusto y el tacto. Incluso olvidan quiénes son. Pero al final, te escuchan. Entonces, solo puedo esperar que tanto mi papá como mi mamá escucharon y se llevaron mi voz, y que de alguna manera nos oyeron decirles que todo iba a estar bien.

UNA SEPARACIÓN

A lo largo de estas terribles y difíciles semanas, el monstruo viral estaba agotando mi propio cuerpo. El Covid-19 combinado con insomnio, migrañas, ansiedad, una falta total de apetito y el estrés, dolor y duelo por la súbita muerte de mis padres, ha sido la mayor prueba que he enfrentado, y que me dejó en un estado de depresión total. Hubo muchos días en los que me sentía en un estado catatónico, y que todo era surreal.

En esos momentos, mi ex–pareja también fue una fuente de estrés adicional.

Lamentablemente, desde el inicio de la relación y aún más desde que se mudó a Honduras el año pasado luego de casarnos, realizaba críticas constantes a mi país.

Él cambió su investigación de tesis doctoral para estudiar Centroamérica después de que nos conocimos en la universidad, pero nunca aceptó mi cultura o mis valores.

En retrospectiva ahora puedo ver cómo ejerció un abuso psicológico, verbal y emocional sistemático durante años, que me orillaron a convertir conductas perniciosas en benignas y a aceptarlas como constantes absolutas, creando a su vez, dinámicas tóxicas de las cuales se vuelve muy difícil escapar.

Al estar uno enamorado, por supuesto, ignora todas las señales que estaban claramente allí desde el inicio de la relación. Después de cuatro años de estar juntos y un año de matrimonio, nos quebramos.

Siento que lo di todo por una relación en la que pensé haber encontrado a la persona con la que quería compartir el resto de mi vida, a pesar de su constante comportamiento celoso y combativo.

Pero la verdad es que él nunca se adaptó a mi entorno, a mis costumbres ni a mi familia. Honduras fue un shock para él, como puede serlo para muchos, y fue demasiado después de vivir dentro de una burbuja de privilegios en una ciudad como Nueva York. Salir de esa zona de confort lo rompió a él y, por consiguiente, a nosotros. Siempre juzgó a mi familia y nuestra cercana relación.

Mi “familia extendida” constantemente me agradecía mi paciencia y me enviaba frecuentes mensajes de texto expresando lo afortunados que se sentían de tenerme en su familia. Pero, después de la muerte de mis padres y la separación ha habido un silencio total.

Viendo hacia atrás ahora reparo con claridad que, en efecto, no pasaba un día sin que me reprochara haberlo “desarraigado” de su vida perfecta, como si yo lo hubiera obligado a casarse conmigo o a mudarse a Honduras. Su constante crítica a mi familia y a nuestra cercanía, se exacerbó desde que empezamos a vivir juntos, después de años de tener una relación a distancia.

Yo siempre fui muy unida a mi familia, pero él sentía que mis padres y hermana eran muy invasivos. Un punto de inflexión también fue definitivamente la parte financiera, ya que siempre dejó muy claro que cada uno tenía que pagar por sus propias cosas.

Durante los meses de marzo a junio, después de hacer las compras de super de mi casa y de la de mis padres, él llegaba a tal nivel de revisar las facturas para asegurarse que no hubiera pagado nada de ellos, aunque fuera con mis propios fondos. Siempre me decía: “un peso que gastes en tus padres es un peso menos para nuestro futuro”.

Claro que este tema gatilló incontables peleas. Y peor aún, cuando mi madre se estaba muriendo en el hospital, y yo usé todos los fondos a mi disposición, así como aportaciones de amigos y familia, e incluso iba a solicitar un préstamo, él insistía a diario en que la trasladáramos a un hospital público, incluso después de haber sido testigo de lo que le sucedió a mi padre.

No sentir el apoyo incondicional de mi pareja, y ni siquiera la mínima empatía, fue muy doloroso durante todo este proceso.

Después de la muerte de mi madre, obviamente le pedí a mi hermana que se quedara en mi apartamento. Al tercer día, prácticamente me dio un ultimátum para que se fuera. A través de un mensaje de texto hasta desglosó la cantidad de agua y comida que estábamos consumiendo con ella allí, incluso cuando era yo la que siempre pedía el supermercado (aún en las condiciones en las que me encontraba en ese momento).

Todavía es difícil procesar cómo mi supuesto compañero de vida pudo ser tan mezquino con su propia esposa enferma de Covid y su cuñada.

Al cuarto día, mi hermana sintió que no era bienvenida y decidió regresar a la casa de mis padres. Yo, por supuesto, la acompañé ya que, en esos momentos, solamente nosotras entendíamos nuestro dolor. Cuando nos vio irnos, me dijo que si me iba, “esto era el final”.

Llamó loca a mi hermana en su cara, y nos amenazó con llamar a nuestros allegados y familiares para exhibirnos como “locas, histéricas” e incluso mencionó que probablemente estábamos pensando en un suicidio colectivo.

Trivializó esto hasta tal punto que le dijo a mi hermana en la cara: “¿quieres suicidarte”? “Les haré saber a sus familiares que ambas están locas y que son un peligro para ustedes mismas”.

Después de que nos fuimos, me dijo que iba a solicitar el divorcio y comenzó a acosarnos, así como a otros miembros de mi familia durante semanas.

Me enviaba mensajes de texto a diario y me exigía que le devolviera un cargador de teléfono celular e incluso me cobró 50 dólares que me había prestado para pagar a las personas que nos ayudaron con el féretro cuando mi hermana y yo enterramos a mi madre.

Para todos los que están leyendo y asistieron a nuestra boda y nos veían como una pareja perfecta, entiendo que este recuento resultará impactante. También lo fue para mí.

A veces es muy fácil caer en la tentación de utilizar redes sociales para proyectar cosas que deseamos fueran ciertas, pero que están lejos de serlo.

También ayuda a tranquilizar al entorno que nos rodea y se preocupa de nuestro bienestar. Por supuesto que, habíamos peleado antes, pero nunca cruzamos tantos umbrales de ataques.

Desde principios de 2020, habíamos caído en una espiral de resentimientos mutuos, principalmente por la parte profesional. Él estaba muy frustrado con su carrera en ese momento y siempre me culpó por ello.

Me decía que venirse a Honduras representó rechazar oportunidades en “un país civilizado”. Yo, por otro lado, siempre he cargado con muchas inseguridades respecto a mí misma. A menudo, es muy difícil apreciarnos y valorarnos (tener una pareja abusiva no ayuda).

Pero entre todo lo malo, había logrado entrar a la universidad de mis sueños y estaba muy feliz por eso.

Dos semanas después que me fui de mi apartamento, él se fue del país. Finalmente pude volver a mi casa, pues él me había prohibido hacerlo, incluso amenazando con llamar a la policía.

Aludió a su ciudadanía estadounidense diciendo que “un gringo vale más que mil hondureños” y que mi hermana y yo nos arrepentiríamos si lo denunciábamos.

Le dije que si no me dejaba regresar a mi propio apartamento, tendría que obtener una orden de caución en su contra, ya que tenía pruebas de sus amenazas y de su sistemático abuso emocional, verbal y de sustancias.

Después de que se fue, ni siquiera me dijo adónde había ido, e hizo creer a mucha gente que seguía en Honduras, manteniendo su número de teléfono celular local.

Es difícil aceptar haber estado tanto tiempo a lado de una persona con tales sentimientos de superioridad y misoginia, y que como todo perpetrador de este tipo de abusos, no se conformó con tratar de destruir mi vida, si no que fue detrás de mi familia, de mis amigos, colegas y compatriotas.

Como si todo lo anterior no fuera suficiente, se llevó muchas de mis pertenencias, incluido el anillo de compromiso que me había regalado, y también difundió un rumor con personas cercanas a los dos para justificar su partida tan repentina, diciendo que se enteró de un tercero que yo lo había traicionado.

Por supuesto, esta era la coartada perfecta para justificar su comportamiento errático y su abrupta partida. En Honduras, este tipo de difamación es considerado un delito, pero al final, creo que solo demuestra el nivel de insensibilidad de una persona sórdida.

Mi privacidad también fue violentada, ya que recibí notificaciones que él estaba intentando hackear mis mensajes personales en ciertas plataformas de redes sociales.

Sin ese apoyo de la persona que más necesitaba, debo confesar que me hundí en un dolor sin palabras. Verme obligada a mudarme tan pronto a la casa de mis amados padres fue lo más difícil: su ausencia resonaba en todas las habitaciones de nuestra casa.

El olor de los desayunos y almuerzos de mi mamá estaba por todas partes, al igual que el sonido de la música clásica de mi papá, y su risa contagiosa y los chistes que hacíamos en la sobremesa mientras recordábamos viajes o momentos especiales.

En pocas palabras: el matrimonio es difícil. No hay entrenamiento para ello, y es una de las decisiones más duras que se toman en la vida.

Creo que nunca se está preparado para ello, pero también creo que se tendrían mejores matrimonios si la noción de equipo siempre prevaleciera. En mi matrimonio fallido ese no fue el caso. Era más bien como si mi compañero estuviera compitiendo en contra mío y no nosotros en contra de las adversidades que la vida pusiera en nuestro camino.

Recuerdo claramente cuando llegó mi carta de aceptación a la universidad, que, en lugar de alegrarse, me dijo: “yo ya no te voy a perseguir más, el año que viene vas adonde yo voy, y punto”.

Los equipos no funcionan así, con sus miembros queriendo dominarse, o solamente velando por nuestros propios intereses. Los equipos exitosos triunfan porque se cuidan y apoyan en los buenos tiempos y en los malos.

Los siguientes meses (julio, agosto y septiembre) fueron realmente terribles. A medida que pasaban los días sentía que estaba en piloto automático. Comía por supervivencia y por más de tres meses sigo teniendo incontables noches sin dormir.

Mi dolor se convirtió en una depresión y veía poco sentido en todo. Poco propósito en mi trabajo y en mi vida. Me sentía ciega como si estuviera deambulando en territorios desconocidos yo sola. La terapia, por supuesto, me ayudó.

Muchísima gente se acercó, pero sentía que nada de lo que nadie me dijera llenaría el vacío que sentía. Desafortunadamente, también tuve que lidiar con varias personas que insistían en que arreglara las cosas con mi ex–pareja, quien para ese momento se jactaba de lo bien que le estaba yendo fuera de “este asqueroso país”, y que tenía un trabajo fantástico y enviaba fotografías de las cervezas que tomaba a personas cercanas a mí.

Naturalmente, me sentía devastada, pero alguien muy sabio una vez me dijo “nunca te disculpes por sentirte mal cuando estás de duelo”.

Esa es una de las reglas del proceso. Entonces, no lamento sentirme así porque lo mejor es sentir y soltar todas las emociones. El duelo no es un proceso lineal, hay días buenos y días malos, y todo esto fue demasiado triste y demasiado real para las personas que lo pasamos.

No pude llorar a mis padres en paz debido a este proceso paralelo de separación. Pero no me gustaría que esta publicación sea una carga emocional negativa para nadie.

El objetivo es conectar con alguien después de perderlo todo y de tener una sensación tan invasiva de oscuridad y soledad que me susurraba constantemente: “no vas a ver la luz, ni siquiera en la luz del día”. Pero, afortunadamente, he vuelto a ver la luz.

LECCIONES DE VIDA FRENTE A UNA TRAGEDIA EN MEDIO DE UNA PANDEMIA

No pretendo hacer una autorreflexión de todos los fracasos y logros que he experimentado este año, pero no puedo pensar en un momento más oportuno que en mi cumpleaños, un día de nuevos comienzos, para mirar hacia atrás en este 2020, el año más difícil de mi vida y de la vida de muchas y muchos, pero que hemos logrado sobrevivir.

¿Cuál es la lección de dos vidas sorprendentemente arrebatadas? Claramente, la lección número uno es persuadir a aquellos que se niegan a seguir las precauciones de salud recomendadas. Algunas personas todavía creen que el mundo es plano y apoyan a Donald Trump.

Pero yo apelo a todos los demás: por favor, usen mascarillas, respeten el distanciamiento físico y nunca toquen su cara sin lavarse o desinfectarse las manos.

Esas prácticas puede que no hayan salvado a mi familia, pero pueden proteger a muchos otros. La mala gestión de tantísimos gobiernos alrededor del mundo ha causado demasiadas muertes innecesarias, junto con la corrupción, la indiferencia y la inacción. Depende de cada uno de nosotros hacer todo lo posible para no contagiarnos.

En segundo lugar, por discutible que sea, creo que la valentía o el coraje no es algo que se puede enseñar. O se tiene o no se tiene. Si lo tenemos, no lo ocultemos. Se necesita mucho coraje para tomar decisiones difíciles. Yo estoy muy consciente de cuánto me estoy exponiendo al escribir esto. Soy consciente de las posibles represalias que podría tener, pero no dejaré que eso me detenga. No dejaré que prevalezca la narrativa masculina de la “mujer loca e histérica”.

En tercer lugar, todavía me siento extremadamente perdida en la vida: de repente, tengo que reconstruir todo lo que se derrumbó a mi alrededor.

La vida que conocía y que tenía, ya no existe. Entonces, me estoy distanciando de las relaciones tóxicas y tratando de concentrarme en mí misma y en crecer (y aprender a estar sola). Cuando estamos completamente solas, nos vemos obligadas a responder muchas preguntas difíciles, que a la vez conllevan a lograr entender muchas cosas sobre nosotras mismos. Pero, al final, la mayor enseñanza es esta: aunque tengo muchos, muchísimos, defectos, soy suficiente. Soy más que suficiente. Y ustedes también.

En cuarto lugar, ahora que estoy sola por primera vez en casi una década (me refiero a estar soltera, sin pareja), los pensamientos de Brene Brown en ‘Gifts of Imperfection’, que se centran en la valentía, la compasión y las conexiones, han alimentado en mí el deseo de seguir mi propio camino basado en mis sueños y deseos. Me está enseñando a ser amable y paciente conmigo misma primero y después con los demás.

Por más cliché que parezca, herramientas prácticas como las afirmaciones positivas realmente ayudan. Perdonarnos y amarnos a nosotros mismos es un viaje continuo y no un hito.

Quinto: si bien el matrimonio está destinado a ser por el resto de tu vida — en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas –los momentos complejos presentan la prueba definitiva. En mi caso, atravesar un período difícil sacó lo peor de mi ex–pareja (aun estando en el asiento del pasajero).

Pero por duro que haya sido, me dejó otro aprendizaje y es que, cuando alguien pierde los estribos y te maltrata, es porque está aterrorizado. Y el miedo es paralizante.

Actualmente estoy en un proceso de recuperación de esa luz que reside en nuestra alma y que en ocasiones es apagada por personas o situaciones que se cruzan en nuestro camino. Pero es nuestra responsabilidad recuperar y dejar siempre brillar esa luz y usarla para ser más humanos, porque lo único que trasciende en la vida, es lo que hemos hecho como seres humanos y cómo hemos hecho sentir a la gente desde la oscuridad que nosotros o ellos están viviendo. Nada más importa y todo lo demás se detiene (el amor de tu vida, el trabajo, la escuela, los préstamos, etc.).

En sexto lugar, creo que en la vida hay que seguir luchando y luchar principalmente por el amor, aunque sea lo más doloroso.

Por sobrevalorado que parezca este tema, elegir a una pareja que te inspire y saque lo mejor de tu esencia realmente importa. Toda mi vida se desmoronó. El divorcio es algo devastador. Deshace todo lo que crees sobre el amor y te rompe el corazón, y nada te protegerá de eso.

Pero la vida y el amor son hermosos, por efímeros que sean; entonces, no tengamos miedo de comenzar de nuevo con fe, con todo nuestro corazón. Las relaciones saludables son algo precioso y es lo que la mayoría de nosotros esperamos encontrar. Pero si hay un vacío adentro nuestro, primero debemos aprender a superarlo por nuestra cuenta.

La auténtica felicidad viene de adentro — no dependamos de otra persona para que nos lo dé.

Séptimo, la vida nos pondrá de rodillas y nos llevará más abajo de lo que creemos que podemos llegar. Pero lo importante es levantarse y seguir adelante. Y está bien tomarse su tiempo y no apresurar el proceso. Las personas que pensamos que eran los héroes en nuestras vidas, pueden resultar ser los villanos, pero, en última instancia, nosotras somos nuestras propias heroínas (o héroes). Yo no podría haber sobrevivido todos esos días malos sin mi hermana, sin mi familia y amigos increíbles y extraños amables que me apoyaron a lo largo de esos meses oscuros, independientemente de la distancia física.

En octavo lugar, la vida y la historia de mis padres continúan a pesar de que se han ido físicamente (el amor trasciende fronteras materias e inmateriales).

Mi hermana y yo somos su historia y nos esforzaremos por darles una vida hermosa, como la que ellos nos dieron. Lo único que sé es que, en cualquier momento, la vida nos sorprenderá.

Siempre me recordaré a mí misma que soy mi madre y soy mi padre. Y si bien puede ser fácil sucumbir a las tragedias que dan forma a nuestras vidas, y es natural concentrarse en los momentos de dolor indescriptible, debemos luchar por levantarnos, por desatar nuestro potencial y atrevernos a soñar en grande.

Creo que esta es la mejor manera en la que quiero celebrar mi cumpleaños. Si han leído hasta el final, gracias. Gracias por estar abiertos a recibir la historia que acabo de compartir. Terminaré con esto: mi corazón está abierto de nuevo.

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